miércoles, 29 de diciembre de 2010

¿Para qué?

¿Dónde estás?
¿Y por qué el sol
se ha escondido hoy
más temprano?
¿Adónde vas?
¿Y por qué la luna
brilla diáfana
esta noche?
¿A mi encuentro...?
Cuando el viento
sopla siniestro
sobre mi techo.
¿Entre mis brazos...?
Cuando el rocío
se fragüe en la madrugada.
¿Bajo mi piel?
Para espantar
al grillo que canta
¿Entre mis huesos?
Para adormecer
a la libélula vibrante.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Bajo el álamo furioso

Yo en el pasto, entierrada,
masticaba el petalo de una rosa,
por si así se iba
el sabor de mi cigarro
que a tu lengua no agradaba.
Y tú, unos pasos a mi izquierda
hacías resucitar
a los Beatles en tu guitarra,
que cansada del rasgueo
a veces desafinaba.
Love, love me do
You know I love you
I know, love you too...
Y luego callamos,
saboreamos el silencio
y nos suicidamos
en un beso
pues cuando amamos
nos hacemos ciegos
y al abrir los ojos
renacemos.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Un recuerdo memorable del recuerdo en la memoria

La impresión siempre es poca
el recuerdo opaco
el rubor difuso
las miradas mutuas.
Luego de verte aquella tarde
y todas las tardes del otoño,
tendida en mi cama
oía música en inglés,
tarareaba un coro medio extraño,
una melodía disonante,
alguna palabra en francés.
Y lloraba como loca errante
dándole vueltas a mi habitación
parándome, sentándome.

Tomaba algún papelito
y escribía tu nombre
un millón de veces,
por si olvidaba algún día
cuanto sufría por tenerte.
Lloraba sin consuelo
y sin motivos,
lloraba porque no estabas
te habías ido.
Me sobrepasaba la nostalgia
y dormida me quedaba
con la música que
sonaba y sonaba.

En el sueño aparecías
siempre amándome apurado,
besándome en el cuello,
mordiéndome la lengua.
Y despertaba
buscándote en el recuerdo
que se iba esfumando
fumando
mando
ando…

Lloraba nuevamente
y el día se acababa
dormía nuevamente,
soñaba nuevamente
en la mañana
ya no recordaba.
Un mes completo
de miradas a escondidas
de palabras, que
tu novia no escuchara,
de abrazos distraídos,
de manos que se amarran.

Días enteros
intentando descifrar
un mensajito que
en un código mal inventado
nos mandamos.
Enredamos las piernas
bajo la mesa
y nadie notó que tu ceja
de apoco se levantaba,
cuando tu mano
por mi rodilla fría
avanzaba y avanzaba.

Un vino ardiente
en la mesa queda
una copa a medias,
la otra llena
la mesa vacía nos esperaba,
pues sin cenar
nos marchamos a la cama
yo tendida
tú sobre mí
sólo me miras
respiras mi aliento,
escrutas
cada una de mis pestañas
que coquetas se mueven diligentes,
que mi cuerpo te extraña,
que mi cuerpo te llama.

Quieto y adormecido
aún estabas
sobre mí como auscultando mi mirada,
mis ganas que movían cielo y tierra,
tu cara que apaciguaba unas mil almas.
–Te amo- dijiste inexpresivo
y de pronto sobre mí te lanzas
me abrazas
cual si fuera fin del mundo,
me abrazas
hasta que de respiración
no me queda nada,
me abrazas
con el corazón en lo profundo,
por tus manos
mis costillas incendiadas,
me abrazas latamente
en este mundo
y en el otro
te despides de mi cara.

Un abrazo
certero en los sentidos,
moroso en nuestra llama,
que apagaba
de apoco su destello
y mil preguntas
en su lugar se alzaban,
pues te vas como despidiendo,
tu cara enterneciendo se separa
tu corazón palpita cual metralla
y yo desconcertada un día espero
que expliques por qué en su morada
tu amor se disolvió postrero,
pues un te amo nada más oí ese día
y me frente besaste, como a una amiga.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Mientras respires


Me subí a la micro pensando en que cada vez que hacía ese viaje era después de algún encuentro contigo, el lujoso hotel del centro con aroma a mandarina y ahora el apestoso asiento en que apoyaba mi cuerpo; un borracho que se sube y se sienta a mi lado pidiendo perdón por su interrupción en mi vida, quitándome la atención, las horas, conversando hasta por los codos de su chaqueta rota y tomándose la barba como filósofo de feria, me hablaba de la vida, que no es más larga que un paso en la vereda, ni más suave que la palma de una mano. Cuando yo tenía tu edad, decía, y contaba historias sobre una muchacha, yo reía y poco a poco mi rostro se aclaraba, pero había ya visto él, mi cara con rasgos de amores tardíos, sabores sin finiquitar. Una carcajada y vi el edificio que indicaba el paradero, toqué el timbre y se me antojó de pronto que debía mejor sonar como un tambor, tal cual lo hacen los corazones, entonces de pie, la puerta se abrió como boca hambrienta y antes de bajar él me dijo: Mientras respires, pásalo bien. Y pensé en lo cierto que era, en lo verdadero de su voz y en lo verdadero del refrán “Los curao’s dicen la verdad”. Apenas puse un pie en la calle, nublado de pronto estaba, algún día creeré que te merezco pensaba, y su frase me rondaba como mariposas. En mi nariz seguía el olor del vino, mezclado también con las mandarinas, doblando en la esquina me acordé y tu cuerpo se me antojaba una quimera. Tú amor es más cierto que la poesía… y recordando a Drexler me puse a cantar, sin estructuras, sin recatos, caminé, pensando en la verdad. La verdad de una hoja, del cielo, del dolor. Verdad de tenerte en medio de lo falsa que sé soy. “A mí me gusta el vino, porque el vino es bueno” y rió, lo hacía también yo, pensando en lo áspero de su voz. Y cuando el teléfono suena así es porque tú estás esperando, contesté sin prisa y con ganas de llorar. ¿Dónde estás? Preguntaste sin saludar y tu voz que era perfecta, dejó de ser lo que era antes. A paso lento, forzado, seguí andando, nos habíamos librados juntos de un amor apurado y era la tercera vez en la semana que nos encontrábamos, quisiera ser el eterno testigo de lo idiotas que hemos sido. Llegando a casa, contesté y el antojo de amarte siempre se me iba apagando, Mientras respires… y sigo yo respirando, feliz ahora porque lo hacía fuera de tu boca, lejos de tu cuello, sin prisa como lo hago cuando estoy sobre ti, respirando con el alma y escuchando el corazón. Pásalo bien… y me detuve a saborear mi vida, como un vaso vacío, quise quererte de forma correcta, besarte en la calle, llevarte el desayuno, fumarme un cigarro en tu nombre, tomarte la mano en la orilla del río, despertar una vez a mediodía contigo, agarrar un ramo de novia y sonreírte como idiota, sentarnos en el mismo avión, hablar de lo salado del mar y no soportarnos ni un segundo, para odiarnos furibundos y reconciliarnos como amantes, cómplices y compañeros. Mientras respires, pásalo bien. Pero si tú no estás, yo no respiro.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Eterna despedida


La sensación de que siempre te estás despidiendo, que vas apurado, que intentas evadirme, voy soñando con tus manos y tus manos se están yendo, pienso en las orillas de mi cuarto, con las sombras de tu cuerpo estampadas en la pared. Es lo que queda, tu sombra, tu aliento, el recuerdo. Siempre desapareciendo. Vamos corriendo y llueve incesantemente dentro de mi cabeza, empapada de tus memorias, de tus memorias, de tus memorias, de tus memorias y no hay más.
Un día de marzo, un día de abril y un día de mayo. Sin tiempo, llegaste con tus libros, abriste mil veces la misma puerta, dijiste una decena más las mismas cosas, miraste incontablemente dentro de un alma. Te vas.
Veo tus pies, golpeando la acera sin pensarlo, inerte, caminas, y yo reparo en los detalles, atesoro los segundos, veo donde los ojos no quieren mirar. Lloro por las mismas cosas, deseo morir a veces y cuestiono el tiempo cuando anda, si no anda, lo arreglo. Llegas a mi casa, no hablamos y hacemos el amor desesperados, pues es la única manera de hablar. Te vas.
Miento por ti, perdono por ti, aquí estoy escribiendo por ti y apenas tú si recuerdas que existo luego de llevarte todo lo que soy. Ya partiste.
Los siguientes días de abril, el restante tiempo hasta hoy, volteaste en la misma esquina, contaste los mismos pasos, has estado aquí refugiándote en mis sábanas mientras sabes que no te observan, callando todo lo que siempre quise saber, recitando los mismos poemas que yo te enseñé, tomas lo tuyo y nuevamente te vas.
No es problema que te vayas, sino cómo espero tu regreso, no tengo tus promesas, ni suspiros, tu tiempo, no hay verdad. Te vas, pero mientras tu corazón siga latiendo… Espero.

viernes, 21 de mayo de 2010

Por la vida





Corría, su respiración pesada, sin cansancio, corría, tap tap tap tap sonaban sus pies en el asfalto como un relojito apurado, de esos que no existen. Corría, no sentía las piernas, ni los brazos, ni los pulmones, sólo corría, pasaban las casas una tras otra sin detenerse. No eran las casas las que avanzaban, era ella. Corría. Porque cuando corres por tu vida, no hay dolores, no hay cansancio, no hay tiempo. Las luces se apagan, el tiempo se corta, corres aún cuando el aire esté tan denso como el agua.
Se detuvo como un perrito jadeante, a varias cuadras de distancia de su casa. Inspiró una vez y siguió corriendo, pues alejarse de él era lo único que le importaba. Retumbaba su corazón con un eco terrible, como si la habitación en la que se encontraba fuera muy grande, como si su cuerpo estuviera vacío. Corría.
Los Jazmines, indicaba la señal en la esquina de la calle, se apoyó en el poste negro que la sostenía y con el último suspiro que le quedaba dio los pasos finales y llegó a la puerta de la casa de Paloma, su amiga.
-¡Alma!- la abrazó para sostener su cuerpo que se desvanecía, rodeó sus lánguidos brazos, miembros que estaban fríos, pero irradiaban un ardor doloroso, una tibieza que la consumía, la extinguía, pero no la tocaba, calor no es igual a calidez, ella estaba como un cuerpo yerto, desintegrada.
-¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¡Dime qué te pasa!- insistía Paloma con su preocupación de religiosa y sus ojos de gatito suplicante. Entendió que el silencio a veces también cura y cuando lloramos no siempre pedimos un consejo, sino que más a menudo queremos un oído, pues hablarle a la muralla no es lo mismo que hablarle a una amiga, aunque obtengamos muchas veces la misma respuesta. No siguió pidiendo una explicación, sólo hizo entrar a Alma y la condujo hasta el sofá. Se abrazaron y ella lloró.
-Sebastián, intentó…- y nuevamente el silencio dijo más, pues sólo hizo el ademán de levantarse la manga y Paloma siguió con el resto, terminó de descubrir su brazo y cinco dedos marcados en su lívida piel le dolieron a ella misma terriblemente. Paloma la abrazó, sintiéndola casi debajo de su propia piel.
Alma, tenía el dolor de la decepción más grande de su vida enredada en las entrañas, pero fundida en ese abrazo el corazón le reclamaba que pensara en que la amistad siempre es más fuerte, traspasada hasta los huesos estaba plena de su entrega desinteresada, perdía lo que creyó el amor de su vida, pero ese consuelo le producía escalofríos, al borde del llanto, al margen de una sonrisa, exploraba los límites de sus propios límites, en el filo de la desesperación. Pues cuando amigos están de por medio, desaparecen las ganas de ser valientes, porque generalmente prefieres que te salven, estás desnudo, propenso a los daños, al dolor, pero confías, cuando quieres a alguien eres capaz de entregar el corazón sin rejas, ya no corres.

viernes, 14 de mayo de 2010

Sueña con ángeles


-Sueña con ángeles- fue lo que dijo.
Y yo seguí caminando en dirección contraria a la suya, después de esa despedida.
El día estaba frío, la noche algo violenta no abría los ojos y ocultaba la luna y estrellas entre una espesa niebla rojiza, los indicios de lluvia parecían haber espantado a la gente y todos regresaban temprano a casa; caminé por la Avenida apenas pudiendo oír mis propios pensamientos, pues el tráfico intoxicaba de disonantes ruidos toda la calle.
La vereda sucia me recordaba el camino largo que aún debía seguir; abrí mi cartera con la esperanza de fumar el último cigarro que equivocadamente recordé aún tenía, pues cuando miré dentro de la cajetilla apenas si quedaba el triste olor del tabaco y un papelito blanco que no pertenecía y por eso llamó mi atención. Lo desdoblé con cuidado, era realmente pequeño.
Si puedes permitírtelo, vete lejos.
-La galleta de la fortuna- recordé en voz alta y sonreí para mí. La había abierto ayer, cuando Richard me invitó a dar una vuelta por la feria internacional y me detuve algo intrigada en el pabellón de oriente, la pagó y me incitó a abrir una, él hizo lo suyo con otra galleta. Pero no quiso mostrarme lo que decía, sólo torció un poco el gesto y lo arrugó para ponerlo inmediatamente en su bolsillo. Mi mensaje no era muy alentador tampoco, lo leímos juntos y no dijimos nada. Luego lo puse junto a los cigarros y fue en ese momento cuando fumé el último, ahora lo recordaba.
Partir lejos, probablemente lo que necesitaba. Quizás en otro lugar la soledad fuera menos dolorosa, que este cáustico sentimiento de estar parada en medio de la nada, cuando hay millones de personas rodeándome y ninguna se atreve a traspasar los límites de mi soledad contranatural. Excepto él, que a la fuerza se ha acercado tanto que lo reconozco en mí aún en su ausencia.
Puedo permitírmelo, partir lejos es una buena idea hoy.
Llegué al departamento y entré sin encender la luz, con la intención de pasar directo a mi habitación y dormir sin desvestirme. Pero la lucecita roja del contestador llamó mi atención. La escena fue lo más parecido a una típica película gringa, ahora oiría el mensaje y se desatarían los problemas. Había comprado el aparatito en el persa Bío-Bío y resultó ser bastante útil. Presioné el botón y escuché.
-Valentín, habla Mario, tu cuñado, devuélveme el llamado en cuanto puedas- reprodujo la maquina, una voz desconocida, un nombre medianamente desconocido, número equivocado. Lo desconecté y partí a mi habitación.
Estaba sacándome los zapatos y pensaba en qué hacer para terminar con esas llamadas molestas, hace más de dos meses llamaban y llamaban preguntando por Valentín García y yo, ni le conocía. Cada vez respondía lo mismo –número equivocado- y cada vez volvían a llamar -¿Valentín?-.
Ya estaba tendida y tenía una especie de sueño lúcido, cuando sonó el teléfono. Me levanté corriendo y lo cogí.
-¡Valentín, al fin contestas!
-Valentín ha muerto- proferí sin remordimientos y colgué. Volví a dormir.
No pasó una hora cuando alguien comenzó a golpear la puerta con una terrible vehemencia. Volví a levantarme y fui a abrir.
-¿Y tú, quién eres?- preguntó en la puerta un hombre de mediana edad, rubio y muy alto.
-¿A quién busca?
-Valentín…- dijo visiblemente apesadumbrado.
¡Mierda! No había pensando en lo fácil que es encontrar una dirección en internet sólo teniendo el número telefónico.
-No, está equivocado, aquí no hay nadie con ese nombre- respondí titubeando, sin pensarlo mucho.
-Llamé hace un rato y me dijeron que…- calló un momento y escrutó mi rostro-…me dijeron que había muerto.
-Quizás te equivocaste de dirección- intenté cerrar la puerta, pero él puso el pie y con una impresionante fuerza la abrió y con un solo brazo me lanzó a un lado y entró al departamento.
-¡Qué estás haciendo, sal de aquí!
No dijo nada y caminó por los pasillos a grandes zancadas, con movimientos pesados, el suelo retumbaba a cada paso que daba. Miraba a un lado, luego al otro. De pronto vio el contestador y presionó el botón play, nuevamente se reprodujo el mensaje, era su voz.
-Mario- esbocé, suavemente.
-No está muerto- sentenció resuelto- Ni siquiera lo conoces.
Asentí avergonzada, me sentí como una niña pequeña.
-Lo siento. Vete ahora por favor.
-Estás en problemas- dijo finalmente y se fue calmado.
¡Tonta, tonta, tonta, tonta! Sólo a mí se me ocurría inventar ese tipo de cosas. Me fui a la cama nuevamente, esta vez me desvestí completamente y me cubrí hasta la cabeza. Me dormí de inmediato.
Con los diminutos rayos de luz que empezaron a entrar por la ventana a eso de las seis desperté de un sueño que sentí liviano, pero me quedé tendida esperando que sonara el despertador. Sin embargo, antes de eso el timbre comenzó a sonar insistentemente y alguien pateaba de forma violenta la puerta. Tomé una bata y partí a abrir.
Mario empujó la puerta tal como la primera vez y entró a la fuerza. Asustada tomé el teléfono y grité.
-¡Sal de aquí o llamo a los carabineros ahora mismo!
Bufó molesto y arrancó el cable del teléfono botando todo lo que había en la mesita donde estaba. Me miraba furioso y yo ahora prácticamente indefensa intentaba alejarme de él lo más posible, pero su cuerpo entero bloqueaba la salida, hacia donde me moviera él estaba siguiéndome con sus ojos penetrantes.
-¿Qué quieres?- pregunté quebrada, pensaba una y otra vez las cosas más horribles que un hombre así de fuerte podría hacerme en esas condiciones, y yo, desnuda.
Se produjo un silencio que me heló la piel, esta vez tampoco quitaba en ningún momento sus ojos de mí, miré con detalles su rostro. Respiró una vez.
-¡Me calientas!- dijo articulando las palabras con ímpetu terrible- Jamás…- puso énfasis en esa palabra- …había oído mentira más retorcida de la boca de una mujer- respiró otra vez, encendido- Jamás había visto a una mujer como tú.
-¿Como yo?- probablemente dije esa estupidez porque no creí lo que él había dicho. Como si le restase importancia a su actitud inflamada, como si fuera normal un hombre parado en medio de mi departamento declarándome sus perversiones.
-Como tú…- se acercó y me tocó la nariz, puso mi mentón en una de sus grandes manos- Mira esa boca de fruta que anda inventando muertos.
Me avergoncé al recordarlo. Pero no podía apartarme de él, el deseo se me hacía contagioso. No pasó mucho tiempo cuando ya la bata estaba en el suelo y aún no cerraba la puerta de entrada. Mario se quitó la camisa y corrió a cerrarla, yo me senté en el sofá, desnuda e inquieta.
-¿Cómo te llamas?- me preguntó.
-Danielle- respondí -pero eso no importa- y lo rodeé con mis piernas, mis brazos, mi cuerpo, mi pelo, mi lengua y sobre todo de mis movimientos serpenteantes. Lo hicimos como enamorados, pero no nos habíamos visto antes jamás. Lo hicimos como si fuese el único día existente para amar. Pero amor no era, pues el amor no soporta la delectación de los cuerpos, encontramos el placer en el desconocimiento de nuestros rostros, porque no queríamos hacer feliz al otro, sino sólo llenarnos de complacencia.
Me dormí.
Desperté en mi cama sola. Encaminándome al baño encontré afuera de la puerta un ramo de flores funerarias. Me sorprendí, sin duda. Me asusté y volví a la habitación a vestirme, tomé un vestido muy holgado del closet y salí.
-¡Maldito!- susurré para mí, recordando a Mario, los incidentes de anoche y pensando que eso sería una mala broma. No debí acostarme con él.
Tocaron el timbre, esa sucesión de visitas terminaría por volverme loca. Abrí, era Richard que preocupado por mi falta al trabajo pasó a visitarme, lo invité a entrar. No hablamos mucho, le pedí que se sentara mientras intentaba averiguar dónde estaba Mario y me deshacía de aquellas flores. Intenté hacerlo con disimulo, pero me vio.
-¿Qué es eso? ¿Por qué tienes esas flores?
Iba a responder alguna mentira cuando de repente Mario, apareció desde la cocina.
-¡Valentín!- profirió Mario a Richard.
-¿Valentín?- pregunté.
-¿Se conocen?- preguntaron ambos al unísono.
-Richard…- dije sin entender.
-Dani él es mi cuñado- dijo Richard.
-¿Por qué me dijiste que no conocías a Valentín?- preguntó Mario.
-Porque él es Richard, no Valentín ¿Qué está pasando aquí?
-Pasa que él es Valentín, quien me dijiste que estaba muerto.
-Dani, Valentín en es mi primer nombre, no mucha gente lo sabe, lo odio- dijo Richard.
-¡Dios! No entiendo nada…
Todos nos mirábamos con gran incertidumbre. Richard procedió a explicarlo todo.
-Danielle, Mario está casado con mi hermana, somos cuñados; él me dice Valentín porque ese es mi primer nombre, ahora… no sabía que se conocían y ¿a qué viene eso de que ‘estoy muerto’?
-Verás Richard, Mario y yo… - no pude seguir ¿cómo explicarle que me había acostado con el marido de su hermana?
-Valentín… Llegué aquí porque tu amiguita me dijo que estabas muerto- explicó Mario.
-¡Mierda! Estamos hasta el fondo. ¡Richard! Me acosté con él, dije muchas estupideces porque no sabía quién era Valentín, ahora váyanse ambos- fui tajante y ambos salieron.
Me senté en el suelo, con la cabeza entre las manos y pensando en cómo seguirían las cosas recordé algo: Si puedes permitírtelo, vete lejos.
Me vestí, tome una maleta, la llené de ropa y cuando abrí la puerta para salir, Richard o Valentín o cómo se llamara, estaba esperándome sentado afuera.
-Venía a despedirme.
-¿Despedirte?
-¿Te parece poco lo que le hiciste a mi hermana?
-Pero Richard yo no sabía…
-¡Ah, entonces eres tan puta como para acostarte con cualquiera! Danielle, estaba enamorado de ti ¿Nunca lo notaste?
-Richard, pero somos amigos- respondí apesadumbrada.
-Eramos…- sentenció y se fue.
Volví a entrar, cerré la puerta y tiré las maletas en el piso. Avancé unos pasos y volví a ver las flores, las tomé, desarmé la corona y las puse en un florero. El departamento se llenó de un tétrico aroma a cementerio. Sonó el teléfono.
-Hola, quiero hablar con Cristian.
-Equivocado- contesté y reí irónicamente.
Me senté y cerré los ojos.
-Sueña con ángeles Danielle…- murmuré- …si puedes.

jueves, 13 de mayo de 2010

Vestidos de agua


Mi pelo huele a incienso, el suyo a un humo de pastizales verdes, lo conozco, no sabes cuántas veces lo he sentido.
Caminamos abrazados como uno solo, bajando con prisa desde el cerro más próximo al río, deseamos fervorosamente zambullirnos en esas aguas correntosas y gélidas, el amor nos arrebata con su veneno inverosímil. Sabemos lo que significa, en mis venas hay algo de su sangre, un resquicio que nos une desde que tenemos memoria, pero nos separa en la eternidad. Hace meses que no llueve, las piedras del camino están sueltas, la polvareda que se levanta al paso de las ovejas delante de nosotros nos ahoga y el verano está encima con toda su furia en llamas. Siento que se escurre su brazo bajo mi cintura y se aparta indiferente, con unos silbidos agudos azuza a las ovejas hasta encerrarlas en el corral que comienza justo donde nace la planicie. Nos conocemos. Antes de que sus inertes actos se conciban sé que levantará una ceja conminándome a seguirlo. Se quitará la camisa y no esperará a que me desvista para lanzarse al río. Entre pensamientos voy viendo en realidad cómo lo hace y no me canso de que el ritual de encontrarnos desnudos y dispuestos bajo el agua se repita sin cansancio. Por primera vez espero, veo como se sumerge completamente y el agua se lleva la tierra pegada a su piel, luce fulgente mezclado en el reflejo del sol, el río parece tragarse sus rayos y mil diamantes se depositan en la superficie, es un espejo.
Pienso una vez en las rocas resbaladizas bajo mis pies, en sus manos sosteniéndome liviana, en la dulzura de las gotas que escurran por su boca. Me lanzó tal cual estoy como un torbellino al río, pesa la ropa mojada y él sonríe puerilmente por mi impulso, me despoja del pañuelo que cubre mi cabeza, besa mi frente y en el acto abro las piernas y lo rodeo con ellas para atraerlo a mis caderas, acabamos desvistiéndonos con tal prisa que mi falda se escapa con la corriente hacia el este, nada importa cuando nos ha embriagado el sabor del deseo.
Comienza a anochecer y ambos ya hemos expulsado el espíritu que llevamos dentro, con un suspiro me reincorporo y medio vestida me encamino a casa. Él tras de mí pregunta “¿Piensas llegar así?” y escruta mi cuerpo, mis piernas desnudas son acariciadas con su mirada salvaje. Se quita la camisa y estirando las mangas las amarra a mi cintura, así cubre lo que sabe sólo a él le pertenece, mi humanidad completa. Cuando termina de deslizar el nudo, resbala con brutal pasión en mis formas generosas y abrazándome por la espalda ase en vilo mi peso, da vuelta una vez y mis piernas lánguidas siguen el juego. Estamos frente a frente y distingo sus labios amoratados por el frío, el peso de la noche nos cae y aún nuestros cuerpos estilan como trapos. Levanto la cabeza y él me sigue, dos estrellas se han apostado precisamente sobre nuestras cabezas, segundo a segundo aparecen más y más, sumergiéndonos en un cielo eterno, el mismo que hemos visto cada noche hace veinte años. Le hablo apenas susurrando, nuestros alientos se mezclan “No creo que pueda cansarme de esto jamás”.

Ódiame hoy





Tengo en el corazón algo que lo está amarrando, lo ahorca de vez en cuando, aprieta y duele, reclama insistente porque la lejanía de su presencia no es liviana, no hay cura para el vacío que ha dejado, no hay forma de sobreponerse; mi estómago hecho un nudo no cesa de retorcerse, esta sensación se parece al miedo, descubrí hoy que el dolor y el miedo son casi iguales. Pero el miedo acaba, cuando gritas, cuando el fantasma desaparece.
Se ha ido, se ha ido y me dejado, clavada a este suelo inmundo de crueles culpas, esperándolo en esta infinita estación del llanto, donde de los árboles caen lágrimas y el viento sopla suspiros.
Éramos uno, articulados de tal manera que la aurora nos envidiaba, nos envidiaba la luna, nos envidiaba la tierra entera. Hoy, sin embargo, sus labios se han apagado, su aliento abrasador deshizo este amor a suaves cenizas, a restos insignificantes. Hoy que lo recuerdo, mi mente delinea su rostro, la memoria de mi tacto se remece pues evoco también su figura garbosa. ¿Dónde acaban los sueños? ¿Dónde empieza el dolor?
Pues bien, han pasado ya cinco meses; lo conocí un día de junio mientras caminaba despistada por Avenida Cristóbal Colón, conectada a mi iPod escuchaba Hate me today y tarareaba despreocupada su melodía punzante.
-Hate me for all the things I didn’t do for you...- cantaba cuando me senté a esperar el autobús en el paradero.
-What didn’t you do?- preguntó una voz masculina tras de mí.
Sorprendida seguí la voz, pues a pesar de que la música interfería lo escuché con claridad, su tono grueso y profundo me sedujo, así como su inglés de acento ambiguo. Cuando lo observé, sonrió. Era un hombre alto, de cabello castaño y enormes ojos azules, su rostro anguloso lucía una barba crecida de unos tres días y el sol revelaba algunos destellos rojizos en su mentón.
-Lo siento, pensé que hablabas inglés- se excusó cuando pasado un momento no le respondí.
-I’m doing.
-Then, what didn’t you do honey?- volvió a preguntar.
Creo que me sonrojé, pues inmediatamente sentí mucho calor, era realmente apuesto y estaba también realmente interesado en mantenerme atenta.
-Escucha, sólo es una canción, no necesariamente estoy lamentándome por haber dejado de hacer algo por una persona- aclaré luego en español, pero él continuó mirándome.
-Steve- dijo amablemente y estiró la mano presentándose.
-Quillén- respondí, presentándome también.
-Beauty name to a beautiful woman.
-¿De dónde eres?- pregunté haciendo mi mayor esfuerzo para coquetearle y olvidarme de la canción, ese Hate me for all the things I didn’t do for you... sí era un lamento por no haber hecho lo suficiente la última vez que amé a alguien.
-Vengo llegando de Nueva Zelanda, tengo unos negocios aquí.
-Hablas muy bien español.
-Y tú muy bien inglés, lo noté cuando cantabas.
Sonreí y hubo un silencio prolongado, examiné sus ojos cándidos y tuve ganas de seguir charlando con él.
-¿Hacia adónde vas ahora?- inquirí demasiado interesada.
-Busco la estación de trenes, me han dicho que desde aquí sale un autobús hacia allá- fue el pie a la relación que se desencadenaría pronto entre nosotros, floreciendo espontánea, obedeciendo al destino quizás.
Lo acompañé hasta la estación, con la excusa de que me dirigía a un lugar cerca de allí, conversamos de forma muy amena, era fácil hablarle, tan receptivo a todo, tan liviano de llevar, quizás lo que me acomodó fue que siempre creí poder manejar toda la situación, nunca me sentí apabullada por su presencia, era tan dócil, tan perfecto para mí, alguien a quien, a pesar de parecer estoica, las sensaciones se le solían escapar y le ganaba la timidez.
-Me gustaría verte nuevamente ¿quieres?- dijo mientras sacaba su celular del bolsillo de la camisa y hacía el ademán de anotar algo.
-Claro- contesté y comencé a dictarle mi número telefónico.
Así comenzó todo.

Tres meses después, todo era un hecho, se había liberado en nosotros una pasión inimaginable, sin embargo, había tantas cosas que no sabía de él, cosas que me intrigaban a diario, pero cuando lo tenía cerca pasaban a segundo plano, cuando sentía sus labios cálidos revolviéndome la vida. No supe jamás qué tipo de negocios tenía Steve en Chile, ni porqué nunca hablaba de su vida en Nueva Zelanda ¿Qué habría estado pensando? ¿Cómo nunca sospeché?
Un día mientras desayunábamos tocaron el timbre, tal como estaba, medio vestida salí a abrir, pues no pensé que fuera algún extraño, a esa hora solía pasar Isadora a visitarme, antes de partir al trabajo. Pero el escenario al abrir la puerta fue muy diferente a lo que imaginé, tres policías de investigaciones con placa en mano y un rostro agriado se presentaron.
-Policía de investigaciones, tenemos una orden de arresto en contra de Steve Karev Evans.
Abrí los ojos como platos y mi boca tampoco dejó de hacerlo, una sensación fría me recorrió el cuerpo, anonadada los dejé entrar sin mediar discusión. Paralizada en la puerta observé cómo tomaron a Steve por ambos brazos, torciéndolos hacía su espalda e inmovilizándolo inmediatamente, uno de ellos lo sostuvo mientras otro leía el documento que me había mostrado al entrar.
-Señor Steve Karev, está siendo arrestado por inmigración ilegal, porte y tenencia ilegal de armas de fuego, asociación ilícita y fraude. Usted tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado y a tener a uno presente cuando sea interrogado por la policía. Si no puede contratar a un abogado, le será designado uno para representarlo- sentenció el policía en un par de minutos. Tiempo suficiente para sentir cómo se desmoronaba mi vida.
Me quedé congelada, haciendo conjeturas en mi cabeza sentí que acababa de configurar una naturaleza dicotómica en mi vida, de verdades y mentiras, no supe dónde comenzaba una y terminaba la otra, ni tampoco quise descubrirlo, por el miedo de que todo lo que había amado de él hasta ese momento se transformara de pronto en una ilusión, se derrumbaba el castillo de arena, lo había construido sobre apariencias.
-Quillén, yo puedo explicarte, diles que me suelten, ayúdame por favor- me dijo cuando los policías comenzaban a sacarlo del lugar. Acongojado me miraba con sus ojos de agua, tenía las cejas arqueadas como si pidiera disculpas, su voz destemplada me traspasaba la piel, pero nada podía hacer si estaba sintiendo que no tenía voluntad suficiente para responder ante sus súplicas, ante su desesperado soliloquio ¿Cómo se sigue de pie en una situación así? ¿Hay respuesta?
No dije ni hice nada, se lo llevaron.
Al día siguiente, partí apesadumbrada hacia el cuartel policial, a buscar respuestas, a intentar rearmar mis planes de vida.
-Verá señorita, Karev está acusado de cargos importantes, ni el mejor abogado podría sacarlo de aquí fácilmente; entiendo que esté asustada, más si no sabía nada de esto, pero debe tener cuidado con quien se involucra, él le ha mentido mucho. No viene de Nueva Zelanda realmente, es norteamericano, y los negocios que tiene aquí, tienen relación con drogas, con drogas duras que está importando él junto a algunos socios desde Estados Unidos. Es una situación grave, debo advertirle que usted también será investigada. Puedo ver que no tiene relación con el narcotráfico, le creo, pero no depende de mí ¿Quiere verlo?
-Me gustaría hacerlo ¿No hay problemas?- pregunté, temblorosa por la situación que debería enfrentar.
-Sígame- indicó el policía y me llevó hasta una sala pequeña con una mesa al centro, dos sillas a cada lado y una gran ventana en el fondo, opaca, seguramente desde donde él estaría observando.
Esperé sentada, hasta que un hombre trajo a Steve, esposado y con el rostro demacrado, noté sus ojeras y adiviné que no había dormido.
-¡Preciosa! Viniste a verme, sabía que me creerías, lo sabía…- decía cuando intentó acercarse a mí, pero al advertir mi indiferencia se enmudeció.
-No quiero palabras innecesarias, explícame y me iré, rápido- pareció empequeñecerse, pero ya sentado se dispuso a hablarme.
-Cariño, están buscando a otra persona estoy seguro; sí es verdad, he tenido problemas con la justicia anteriormente, con las drogas, pensé que por eso estaban buscándome, pero los cargos que me imputan son falsos, no he hecho nada de eso, tienes que creerme. Nunca te habría mentido así, no puedo, te amo y lo sabes, mírame es verdad…- sus ojos se habían humedecido y agachó la cabeza tristemente, algo se rompió en mí. -I'm tripping on words, you got my head spinning- pronunció lentamente, esas palabras nos tocaban a ambos en el fondo de nuestros corazones, pues era la frase que había usado tiempo atrás para decirme lo que estaba sintiendo por mí.
Me puse de pie y salí, no podía oírlo mentirme más, todo estaba comprobado, los errores eran imposibles, la ley sobre él y el dolor sobre mí, sin poder ayudarnos; dónde guardar ahora ese amor explosivo que sentía, esa necesidad de él, de quererlo hasta el infinito, cómo apagar ese fuego, cómo olvidar sus palabras, su voz cuando me cantaba en las noches una canción romántica para adormecerme, sus manos que me acariciaban con la sutileza de un dios, qué hacer con el amor, que poco a poco comenzaba a transformarse en recuerdo.
Tres semanas y su ausencia me había hecho polvo, no tenía ya de dónde más agarrarme a la vida de antes, un grito escapaba de mí, un auxilio que jamás se hacía concreto porque no existía en el mundo alguien capaz de entenderlo, no había cielo ni infierno para mí.

Estoy en un purgatorio insufrible y no hay luz en ningún lugar, esta mañana al levantarme tomé la decisión, en el último rincón de una caja gris hay un frasco de cristal que contiene un brebaje de cicuta, lo conseguí cuando estudiaba química en la universidad y lo guardé como una anécdota más. Es lo que tengo, ahora me pongo de pie y camino hacia el desván, comienzo a buscar entre el desorden y ya lo tengo en mi mano, sé que soy muy cobarde para propinarme una muerte más efectiva, un disparo en mi frente sería ideal, pero me conformo con esto, planeo beberlo hasta no dejar ni una gota y dormirme antes que surta efecto, antes que comience a retorcerme de dolor.
Un segundo, dos, tres, cuatro. Ya lo he bebido enteramente y siento que arde un poco mi lengua. Tomo el frasco y lo lanzo al basurero, con la esperanza de que nadie lo encuentre y pueda mi muerte pasar inadvertida, quisiera que nadie supiera que lo estoy. Me encamino hacia el dormitorio, pero cuando cruzo la puerta de él oigo el timbre, pretendo pasarlo por alto, pero luego caigo en la cuenta de que será aún más sospechoso si no abro y descubrirán pronto mi cadáver, tengo la mente muy fría en estos momentos, sé que aún quedan un par de minutos en los que puedo parecer normal, camino hacia la puerta de entrada para ver quién es. Abro y me sorprendo.
-¡Quillén, amor, me dejaron libre, ves como se había equivocado, apareció el verdadero culpable- dice Steve mientras salta de felicidad y me toma por la cintura, me eleva en el aire y da una vuelta, está fascinado y yo no puedo evitar el emocionarme junto a él. Lo abrazo también y beso su frente, sus mejillas, su boca curvada en una sonrisa.
-Steve, Steve, Steve, Steve…- repito frenética, el calor de la sorpresa se ha apoderado de mí, siento que una llama sube y baja por mi estómago, estoy radiante, todo ha vuelto a la normalidad de un segundo a otro, creo en los milagros, creo en Dios, él me está devolviendo la vida.
Steve me besa con pasión, como si necesitara de mis besos para sobrevivir, para apagar esa alegría terrible de verme otra vez, me besa por el cuello, los hombros y desabrocha mi camisa violentamente, aún me tiene entre sus brazos y el calor en mí aumenta, necesito su cuerpo, sus caricias exquisitas, un calor terrible, un calor insoportable.
-¡Aire, aire, necesito aire!- vocifero ahogada.
-¿Qué pasa preciosa? Todo está bien, todo está bien, todo está bien…- se deforma su voz en el ambiente, no es calor es dolor, es desgarrador, es el veneno, es mi muerte inminente, no puedo deshacerlo ahora.
-Steve, Steve, Steve… Perdóname, Hate me for all the things I didn’t do for you- vuelvo a repetir. -¡Mátame maldita sea, esto duele!- caigo al suelo ya sin respiración.

Tormento en flor


Cegados por las estrambóticas luces de colores, Josephine y Amaro se habían relegado a un rincón de la casa; era el cumpleaños de Flora, compañera de universidad de ambos. Habían asistido por simple cumplimiento del deber, pues la amistad que ella les profesaba no era realmente recíproca, para ellos, Flora no era nadie. Extrañamente desde hace años se tenían el uno al otro y poco les importaba hacer nuevas amistades, ni conocer gente, menos compartir sus vidas con alguien más. Sólo ellos dos y su intimidad terriblemente oscura, pues a pesar de ser solamente amigos, más de una vez alguna situación había pasado a mayores y terminaron retozando en alguna de las habitaciones de la gran casa que compartían. Lo cual parecía no cambiar el curso de sus vidas, pues podían hacer locamente el amor una noche y a la mañana siguiente parecía que nada había cambiado.
En el rincón, Amaro sacó un cigarro de su bolsillo y ofreció otro a Josephine, al encenderlos, la claridad de la llama iluminó sus rostros, enfrentados como maniquíes sin expresión, ella lucía unas moradas ojeras desde la mañana, el maquillaje no las había disimulado en absoluto, desde hace días dormía poco y se mantenía en pie con una gran cantidad de litros de café muy cargado, Amaro la observó y sonrió, pensando en cómo se había dejado convencer por ella para asistir a la terriblemente aburrida fiesta.
-¿Quieres irte?- preguntó amable, fijando la mirada en su rostro pequeño y cansado.
-Deberíamos quedarnos un rato más…- se excusó, expulsando pausadamente el humo del cigarro desde su boca.
-Mírate Joss, no me obligues a sacarte de aquí porque sabes que lo haré.
-Bien- accedió ella refunfuñando y se puso de pie, salió de la casa sin despedirse y esperó afuera, en medio de la fría noche, que Amaro se excusara por su partida. Tras un par de minutos él también salió.
Decidieron caminar, pues ya avanzada la noche, muy difícilmente encontrarían un taxi por las calles, más de quince cuadras los separaban de su casa. Era marzo, los aquejaba el típico fenómeno de los días cálidos y las noches frías, habían salido cuando aún estaba claro y Josephine sólo vestía una polera delgada, se estrechó al torso de Amaro y caminaron abrazados y en silencio mucho tiempo.
El sonido inconfundible de tacos en el asfalto les llegó desde la lejanía, pero paulatinamente el eco se fue acercando, las pisadas acelerando, en un momento casi pareció que alguien corría tras ellos, aproximándose atrevidamente. Amaro se volteó intempestivamente. Pero no vio más que a un perro que los seguía en silencio, con un trote gracioso y ligero.
-¿Oíste los pasos verdad?- interrogó él a Josephine, levantando una ceja y apretándola aún más contra su cuerpo, se había sobresaltado.
-Sí y muy cerca- respondió y se volteó también, cerciorándose de que nadie los seguía, excepto el perro claro.
No prestaron mayor atención, a pesar de que él comenzó a chequear los alrededores de vez en cuando, indagando en los rincones oscuros, reparando en los sonidos extraños; pero no escuchó más que grillos, susurros, música y autos, y no vio más que soledad y negrura.
Al llegar a casa, entraron juntos, pero ella se percató de que el perro aún los seguía y se había quedado sentado junto a la puerta cuando ellos la cerraron, entonces avisó a Amaro que saldría un momento y llevó un plato repleto del alimento del gato para dárselo al peludo amigo que la esperaba fuera.
Mientras, dentro de la casa, Amaro se quitaba la chaqueta con lentitud, de pronto se sintió muy cansado.
Escuchó un horrible y desesperado grito femenino desde el exterior, su cabeza se completó de turbios pensamientos cuando cayó en la cuenta de que Josephine estaba afuera, el corazón se le aceleró hasta el punto en que creyó oírlo sin dificultad, un asfixiante nudo le constriñó la garganta. Con premura salió corriendo en su auxilio. Desde el umbral de la puerta observó la escena: nada.
-¿Joss? ¿Joss, dónde estás? ¿Josephine?- preguntó varias veces sin conseguir respuesta, esa era la escena, vacía. El lugar donde debía estar ella y el melindroso perro estaba vacío. Ni huellas, ni sombras, ni olores, ni sonidos. Nada.
Se aproximó un par de pasos más lejos de la casa e investigó el entorno con una mirada exhaustiva, continuaba acelerado, nervioso por la desaparición de Josephine.
-¿Joss?- repitió por última vez con voz muy débil.
De un golpe seco, la puerta se cerró a sus espaldas.
-Amaro…- oyó como un susurro en su hombro. Se movió torpemente, girando para ver la puerta cerrada y luego haciéndolo otra vez para enfrentar a quien farfullaba en su oído. Nuevamente, nada.
-¡Ya basta, no es gracioso!- vociferó colérico, pero aún más nervioso; una gota de sudor inoportuna atravesó su rostro, una gota redonda y brillante. Sus sentidos terriblemente alerta percibieron el tic tac de un reloj, ciertamente comprendió que no estaba solo y aquella compañía no era Josephine jugándole una broma. No había traído las llaves con él, no podría volver a entrar a la casa y su amiga se había esfumado. ¿Qué debía esperar ahora?
Se quedó paralizado, ningún plan podría urdirse en su cabeza estando así de asustado. De pronto sintió que una mano se le deslizaba por la espalda, un aliento álgido se le colaba entre la delgada camisa que llevaba puesta, sus músculos rígidos se entumecieron aún más, un recogimiento en el estómago y el pecho le hicieron olvidarse de sí mismo, todo su ser se concentraba en aquella presencia que lo rodeaba, todo su temple que se empequeñecía conforme pasaban los tensos minutos y no había un clímax horrible como el que esperaba.
De pronto, sin aviso previo, un brazo le apretó el cuello, constriñéndolo cada vez más y más fuerte.
-¡Y a ti quién te dijo que podías irte de mi fiesta!- gruñó la voz a sus espaldas.
-Flo…- susurró Amaro y cayó asfixiado al piso.

Retener el corazón


Y lloraba desesperada, pues no sabía retener el corazón en su pecho, lloraba porque sentía que con él se iban partes de su vida, le dolían los minutos, los segundos se le incrustaban en la piel, arrancándole lágrimas aún más dolorosas. Se paró frente a una ventana y apoyó su cabeza contra el vidrio, miró a través de ella sin ver lo que había en la proximidad, pues sus ojos se tornaron a un recuerdo, una lágrima redonda y brillante como perla se le soltó bruscamente, una lágrima ardiente que le quemó el rostro cuando atravesó su mejilla. Escarbaba insistente en sus memorias, rescatando los destellos en que él se aparecía, atesorándolos así juraba nunca dejarlos, se prometía repasarlos en su mente hasta el hastío. No lo olvidaría. Volvió a llorar, la salinidad de la lluvia de sus ojos seguía irritándole la piel del rostro, una molestia incomparablemente diminuta al lado de la revolución violenta de amores que tenía dentro.
-Ya no verás sus ojos, ya no estará tan cerca, se habrá ido y apenas sentirás que lo conoces, pues el tiempo no tiene precio a su lado, no te sonreirá en las mañanas, no te saludará a cada momento, te quedarás en un recuerdo fugaz, te olvidará como dejó el atardecer cada día, cuando no miró la luna diáfana en que tú pensabas, se irá perdiendo en la distancia, se irá quedando en el pasado, porque el futuro que piensas con él no existe, porque eres una en millones- murmuró abatida en sus pensamientos.
Siguió mucho tiempo apoyada en la ventana con la mirada perdida, horas que perdió llorando, horas que no volverían, horas en las que podría haberlo buscado para decirle de una vez cuánto lo quería, horas en las cuales le podría haber confesado que estaba enamorada, si supiera. Si ella supiera que él lloraba en otra ventana pensando en cómo conquistarla.

Perpetuo calificado


En el último cuarto de la gran casa, donde las cortinas aún no se abrían, ni el sol penetraba esplendoroso, dormía Amanda enroscada como una crisálida entre las sábanas blancas; buscaba inconscientemente, tanteando con su mano, el cuerpo de Vicente, que la noche anterior se había dormido junto a ella. Cuando su onírica indagación al fin fracasó, comenzó lenta y tristemente a abrir los ojos, como quien se decepciona antes de saber porqué lo ha hecho.
Curiosa paseó la mirada por la habitación, encontrándose sola. Entonces se deshizo de las sábanas que la envolvían y se levantó. Al enfrentarse al espejo que había frente a la cama observó con esmero su cuerpo desnudo, acariciándose los muslos, como si eso le diera un nuevo impulso a sus pasos de princesa. Se encaminó gozosa repitiendo en su mente que no había mujer más hermosa que ella.

-¡Amanda!- exclamó Vicente cuando la vio entrar a la cocina. Impresionado por la transparencia de su piel retuvo el aliento unos segundos; momentos en los cuales se detuvo punto a punto en ese cuerpo que le pertenecía. Reparando en las azulosas venas que le recorrían con gracia las muñecas, trastabillando en las delicadas líneas del contorno de sus pechos, mareándose en el huracán de su cintura que desembocaba en el olimpo.
-¿Por qué no me despertaste?- preguntó ella sin dar mayor importancia al rostro embelesado de Vicente. Sabiendo que tenía el perfume del éxtasis impregnado en el cuerpo.
Él se acercó sin mediar explicaciones, sin despegarle los ojos de encima, como un lince caminó hacia ella sigilosamente. Amanda, que se sabía fatal no hizo más que adecuar su silueta a Vicente para que él sintiera cómo se deshacían las uniones nerviosas en su interior, uniéndose luego todas con un solo propósito: quererla. En el preciso instante en que ella había entregado su voluntad al amor, una brisa fría entró desde la ventana abierta contigua a ellos. Vicente la percibió inmediatamente, imposible no hacerlo cuando los sentidos están tan alerta.
-¡Maldita sea! ¿No te das cuenta?
-¿Qué pasa ahora?- inquirió Amanda, asustada por la sobre reacción de Vicente.
-La ventana… te están mirando- explicó él secamente.
Corrió a cerrarla, pero la sutileza con la cual acariciaba a su mujer había desaparecido, quizás huyendo por la misma ventana abierta.
-¡Ve a vestirte!- ordenó enajenado.
Ella aún con su calma de princesa obedeció, no era la primera vez que le gritaba, no era la primera vez que se exaltaba de aquella forma, ni era la primera vez que ella acataba sus mandatos con tal paciencia. Casi desaparecía de la cocina cuando Vicente nuevamente vociferó su nombre y la atrajo a su lado.
-Es la última vez que me haces esto…- pronunció entre dientes, y tomó su pequeña cara con una sola mano, apretando su mandíbula de forma violenta, sin medir la fuerza que ejercía en su blanca piel, terminó por dibujar sus dedos en simétricos moretones en cada una de sus mejillas. Ella no se defendió, apenas le corrió una lágrima que se secó tan pronto como Vicente la soltó.
-¿Qué haremos hoy?- preguntó Amanda antes de marcharse de nuevo a la habitación, tan serena como si nada hubiese ocurrido.
-Elige tú preciosa, podemos ir por las joyas que te prometí o por el jeep que me pediste anoche antes de hacer el amor.
-El jeep- dijo ella revolviendo los ojos, recordando el instante perfecto cuando aquello ocurrió.
-Eso te costará caro cariño.

Al cabo de veinte minutos apareció Amanda vestida de riguroso negro, deslumbrante, sobre unos imposibles tacones aguja y con un cigarro encendido en la mano.
Vicente se entretenía hurgando en su modernísimo celular, pero cuando la vio no pudo evitar abrir los ojos como platos.
-Que sea rápido- dijo Amanda, tomando las llaves de la casa e introduciéndolas en su bolsillo trasero.
No solían hablar mucho cuando un plan ya estaba trazado, pero esta vez, especialmente guardaron silencio, pues era sin duda uno de los robos más grandes que se habían propuesto realizar. El jeep lo había visto Amanda hace cuatro semanas exactas, cuando caminaba por Avenida Pedro de Valdivia a tomar el autobús, un Land Rover color plata del año. El sueño inmaculado de su enfermiza ambición.
Mientras, Vicente repasaba en su memoria cada uno de los pasos que había tramado. Como siempre, Amanda sería el objeto, la carnada y el escudo. Uno de los tantos precios que debía pagar por ser una princesa, o al menos por parecerlo.
-¿Qué tan caro?- preguntó Amanda con la voz destemplada.
-¿De qué estás hablando?
-Dijiste que esto me costaría caro…
-Mientras menos sepas será mejor- respondió muy áspero.

Ya en la puerta de la enorme casa se miraron de reojo, ninguno sabía bien qué hacer, o más bien Amanda no conocía el plan y Vicente no deseaba comunicárselo. Entonces, cada uno por separado actuaría a favor de sus intereses, se distrajeron un minuto y olvidaron qué tan fundamental era la coordinación de sus movimientos. El fracaso ya estaba encaminado.
Ella, diestramente saltó la reja, con tal sigilo que cayó graciosamente sobre los tacones al otro lado del portón. Sacó una orquilla de su cabello y nuevamente con la presteza extraordinaria que le otorgó la costumbre, abrió sin problemas la puerta para que Vicente entrara junto a ella.
-Como siempre- dijo él.
Amanda entendiendo el mensaje al instante supo que debían actuar con delicadeza.
-Como siempre…- repitió Amanda y comenzó a caminar en dirección al jeep, que ya había divisado desde la entrada.
Sin embargo, Vicente no resistió la tentación cuando observó una puerta lateral de la casa abierta. Se dirigió a ella, embobado por los truculentos planes que se enredaban en su mente. Entró haciendo mucho ruido, excitado por el panorama fácil que se le revelaba. La casa absolutamente sola. Una gran sala se extendió delante de él cuando atravesó la cocina y otra vez estupefacto por su descubrimiento hizo gran jolgorio, volteando una mesita pequeña y tirando violentamente los cables del teléfono hasta desconectarlos.
-¡Quédate ahí o te mato!- gritó una voz turbada amenazándolo.
Vicente se paralizó cuando observó que un hombre de unos cincuenta años lo apuntaba decididamente con un revolver, directo a la cabeza.
-¡No te muevas dije!- volvió a repetir, cuando advirtió la intención de escapar de Vicente.
Mientras, afuera Amanda ya había forzado la puerta del jeep y se encontraba sentada con las manos al volante esperando que Vicente saliera por ella.
Vicente se vio sin salida alguna y echó a correr desesperado, el hombre dentro disparó sin reparo alguno, alcanzándole apenas los talones.
Amanda alarmada echó a andar el motor y puso marcha atrás, con tal de salir rápido del lugar pasaría incluso por sobre el portón.
Vicente subió al jeep con premura y tras de él los disparos no cesaban.
-¡Rápido! ¡Vamos, vamos!- instaba a Amanda.
Ella nerviosa miró a su alrededor y atinó a poner reversa con peligrosa rapidez, pero en el momento exacto que lo hizo, una bala entró por la ventana del copiloto. Vicente se cubrió impresionadísimo, con el corazón escapándosele por la boca, miró caer los trozos de vidrio sobre sus pantalones y luego sintió un impacto que venía desde su espalda. Pensó en que había sido alcanzado por el proyectil, pero el impulso que recibió con el golpe lo hizo alertarse aún más y aliviado advirtió que se encontraba sano y salvo, solamente habían chocado contra la reja.
-¡Muévete, podemos derribar el portón! ¡Muévete maldita sea!- ordenó enajenado.
Notó que ya no se movían, no hacían presión sobre la reja y entonces miró a Amanda.
Ella con enormes ojos lo observaba, cada línea en su rostro de pronto pareció exageradamente cerca, como si el horror se le hubiese implantado en el alma, su expresión desesperada se le hizo punzante, doliente, Amanda era una herida abierta en su pecho. Vicente se retorció en el asiento, pegándose a la ventana rota, incrustándosele un par de vidrios en la espalda.
Amanda se desplomó, una bala le había atravesado el cuello.

Las luciérnagas se apagan


Salí de mi casa desorientada; apenas desperté me levanté de la cama sin pensar y un vahído terminó por botarme al piso, sin embargo, ese mismo mareo sirvió para impulsarme hacia la calle, cuando se cruzó por mi mente la idea de emborracharme aquella noche. Tomé un elástico y amarré mi cabello en una cola, puse algo de dinero en mi bolsillo y salí atropelladamente, sin asegurar la puerta y sin apagar las luces. Quizás pensé que volvería pronto, arrepentida de mis decisiones, como solía ocurrirme. Pero continué, la misma idea insistía en mi cabeza, esa noche me borraría del mundo, o al menos unas horas.
Caminé en dirección al bar donde solíamos ir con mis amigos, pero esta vez, recorrer sola ese espacio me hizo diminuta y plañidera, sentí compasión por mis pasos, que cada vez más rápidos se desesperaban por lo largo que resultaba el trecho. Nunca había ido a ese lugar caminando, lo hice siempre en auto, haciéndoseme menuda la distancia, insustancial. Ahora, que además comenzaban a aclararse mis pensamientos, el camino se hizo insufrible, extenso y desolador.
Transcurridos veinte minutos llegué con el corazón escapándoseme por la garganta y la mente tan despejada, que se había hecho un sitio ya para recomenzar con los recuerdos. No, no, no, no… me repetí varias veces, pero él ya había llegado a inquietarme. Entré por la estrecha puerta de vidrio, me llevó unos segundos acostumbrar mis ojos a la oscuridad del lugar, respiré profundamente inundando mis pulmones del pesado olor a cigarrillo, cerré los ojos di otro paso y tosí con fuerza. Un chico en el fondo del lugar desvió su mirada hacia mí, pero no sostuve sus ojos y me adentré aún más, sentada en la barra pedí un trago.
-Tu cosmopolitan- dijo el barman acercándome el trago y cuando se alejó hizo un pequeño guiño.
Me entretuve mirando el limón agarrado a la copa, sin voluntad de hacerlo, asido únicamente por la inocente apariencia que le otorgaba al alcohol que ardía rojo como sangre a través del cristal.
-¿Sólo querías mirarlo?- preguntó el mismo barman cuando daba una vuelta por el mesón y se encontró con mi ensimismamiento casi gracioso en torno a la copa.
No respondí, pero él rompiendo el espacio entre ambos acarició mi rostro suavemente. Escapé de su mano, la reacción de rechazo a su fría piel me hizo retroceder.
-Lo siento- dijo asustado por haberme causado aquella reacción.
-No, está bien. No fue nada.
Entonces se alejó con una mueca extraña en el rostro y lo seguí con la mirada hasta perderlo entre la gente que entre momentos caminaba de un lugar a otro sin más rumbo que la mesa siguiente, la barra o el baño. Volteé a ver mi trago y esta vez sin mirarlo, lo bebí apasionadamente hasta la última gota.

Había pedido el cuarto cosmopolitan cuando me di cuenta que hace media hora no decía ni una sola palabra, apenas me comuniqué por gestos con el barman una y otra vez, tenía la mente en blanco, el cuerpo lánguido y la lengua dormida. De pronto involuntariamente reí, asegurándome que aún tenía voz y me felicité por aquella proeza.
-Otra copa para la damita risueña- dijo el barman que ya se me hacía simpático y tan familiar que quise abrazarlo.
Tomé la copa y me moví en el taburete que estaba sentada hace ya bastante tiempo, busqué entre los rostros un momento y encontré tres pares de ojos tan dulces que me atrajeron.
Unos azules profundos con forma de almendra, otros marrón pequeños e indagadores y por último, a los cuales amarré mi mirada con fuerza, unos ojos oscuros, apacibles y absorbentes.
Desfachatadamente me senté entre los chicos que al momento se miraron entre sí haciendo un gesto evidente de aprobación.
-Hola- dijo el de los ojos azules, esperando probablemente mi presentación, mi excusa, una mentira, una disculpa o lo que fuera que justificara mi compañía inesperada.
-Marguerite- respondí pronunciando con ese tono tan prosaico que me gustaba usar para decir mi nombre, pero al mismo tiempo con la dicción francesa tan pulcra que me caracterizaba en aquel acto de presentarme. Nunca pasaba inadvertida.
No había dejado de mirar al enigmático y suave hombre de los ojos oscuros y vi que abrió la boca desmesuradamente cuando escuchó mi voz.
-Te conozco- dijo él.
Tomé mi trago, lo bebí hasta el fondo y volví a mirarlo. Nuevamente había abierto la boca sorprendido.
-Ya quisiera decir lo mismo- respondí.
-Marguerite, la que paseaba ondeando ese cabello ensortijado por el patio del colegio, marcando el paso como si volara, mirándote directo a los ojos cuando se posaba bajo el sol, pues sabía que su piel de seda brillaba como luciérnaga excitada. Marguerite, la que escribía versos con un pincel en los espejos del baño, a la cual conocí el último día de la secundaria y como si fuera mi mejor amiga me abrazó, besó e hizo aprenderme estas palabras para cuando nos encontráramos otra vez.
Un choque eléctrico fulminante me atacó el pensamiento y recordé cada palabra, lamenté no haber visto sus ojos antes, lamenté haber perdido ese espíritu de libertad que tenía cuando era una muchacha, lamenté estar borracha y lamenté el porqué de mi deseo de desaparecer, lamenté que fuera el amor.
-…Marguerite, la que se escapa como las mariposas, la que en su aroma lleva el rocío de la aurora, a quien no olvidarás hasta que te enamores- repetimos ambos al unísono, prendiéndonos de lo sublime que sonaba la oración, como si no habláramos de mí, como si aquel ser etéreo que describíamos estuviese lejos.
Sentí las miradas punzantes de los otros chicos y sacudí mi cabeza para volver al lugar indicado, pero sólo empeoré las cosas, pues el alcohol ya se había mezclado con mi sangre y había anulado buena parte de mis sentidos, el mareo no cesó.
-Tomás, quizás eso no lo recordabas, ese es mi nombre- explicó él.
-Ojala fuera así de…- esbocé, pero no terminé la frase, ni siquiera supe qué quería decir.
-¿Estás bien?- inquirió Tomás.
-No lo creo.
Se puso de pie y me tomó la mano levantándome también del sofá.
-Te llevaré al baño- dijo con tono preocupado.
-Pero… ¿Quién es ella? ¿No piensas decirnos nada? ¿Para dónde te la llevas?- preguntaron alternadamente ambos chicos.
Él no contestó y aferrada a su mano lo seguí obedientemente.
Caminados varios metros me detuve.
-Espera.
-¿Te sientes mal?- preguntó.
-No me has olvidado entonces- afirmé sosteniendo nuevamente su mirada.
-Imposible, aunque has cambiado mucho.
-Bien, sigamos- ordené y estiré la mano para que volviera a sujetarme. Continuamos caminando, hasta topar con el pasillo que llevaba a los baños.
-Creo que aquí debo dejarte ¿Puedes sola?
-Tomás… sácame de aquí, por favor- rogué cuando me di cuenta que todo se movía a mi alrededor y no me sentía tan mal físicamente como se me estaba empezando a quebrar el alma con la lucidez de mis penas.
-¿Qué pasa?
Estaba a punto de estallar en lágrimas cuando me abracé a su cuello, estuve a centímetros de besarlo y le sonreí atrapándolo.
-Bien, ya sé para donde va todo esto ¡Vámonos!- dijo con la voz entusiasmada.

El camino en auto a un lugar que no conocía me relajó aún más los músculos de las piernas y cuando llegamos apenas pude pararme, por lo que él me ayudo buena parte del trayecto hacia dentro de la casa. Entramos y se sonrió de tal forma que me transmitió la misma atracción que sus ojos. Reí con él.
-Bienvenida luciérnaga- susurró y me tomó en sus brazos violentamente.
-¡Qué haces!- reclamé contagiada de una risa sugestiva.
Me llevó a una habitación enorme, con cortinas azules y una cama en el centro con un cobertor también azul, tuve la sensación de estar bajo el mar.
-Tomás…
-¡Oh! Preciosa, dilo nuevamente.
-¿Qué cosa?
-Sólo dilo- pidió infantilmente.
-¿Tomás?
-Sí, eso- aprobó sonriendo.
-Estás loco- dije revolviendo los ojos y riendo estrepitosamente.
-Y tú borracha.
-Tomás… Tomás… Tomás…
Nos besamos como niños, nos tocamos como adolescente febriles y nos desnudamos como adultos expertos.
Habíamos llegado a ese momento mágico en que no recuerdas, ni piensas, no procesas las palabras ni entiendes bien lo que estás diciendo, habíamos enredado nuestros cuerpos como serpientes y teníamos los pensamientos tan a flor de piel que el trabajo de nuestras neuronas no era guardarlos, sino decirlos.
-Tomás…
-No te había olvidado, lo ves. No olvidarás a Marguerite hasta que te enamores- dijo reproduciendo mi voz.
-Marguerite se ha olvidado ya a sí misma- respondí.
-Tomás la quiere, la ha esperado tantos años, Tomás no ha olvidado a su Marguerite escurridiza porque es de ella de quien quiere enamorarse.
-Amor…- susurré tejiendo un pensamiento.
-No te vayas nunca Marguerite.
-Amor…- repetí sin encajar aún la corriente de mi reflexión.
-¿Eso quieres ahora?
-Amor… por eso estoy aquí- terminé diciendo de sopetón.
-¡También lo quieres! Es demasiado, mi Marguerite perfecta, mía, mía, eres mía luciérnaga…
-¡No es tu amor! Estoy por eso aquí, por eso entré en el bar, me emborraché y busqué tus ojos, por el amor que está matándome, no es Tomás el nombre que repito en mi mente- vociferé desesperándome, moviéndome escandalosamente bajo su cuerpo.
-¡Detente!
-Es Álvaro, por él estoy aquí intentando extinguirme, por amor, un amor que no es tuyo- comencé a llorar sin dejar de moverme.
Intentaba ceñirme a Tomás para llorar con él, pero al mismo tiempo inconscientemente mi cuerpo se zafaba del suyo, entonces en el forcejeo inútil él terminó por desvanecerse sobre mí, agotando el amor por la horrible Marguerite. Sentí el peso de su cuerpo y luego la misma desolación mía.
-¡Oh no! Esto está mal, está muy mal. Perdóname no podía evitarlo, te pedí que te detuvieras, sabía que pasaría esto, lo sabía…- dijo en su último suspiro.
Ambos nos relajamos.
-Ojala fuera así de…
-Ya habías dicho eso antes ¿Por qué no terminas ahora?
-Ojala fuera así de fácil- concluí.
-…así de fácil desvanecerse de la vida- dijo él y una de sus lágrimas cayó en mi pecho.