jueves, 13 de mayo de 2010

Perpetuo calificado


En el último cuarto de la gran casa, donde las cortinas aún no se abrían, ni el sol penetraba esplendoroso, dormía Amanda enroscada como una crisálida entre las sábanas blancas; buscaba inconscientemente, tanteando con su mano, el cuerpo de Vicente, que la noche anterior se había dormido junto a ella. Cuando su onírica indagación al fin fracasó, comenzó lenta y tristemente a abrir los ojos, como quien se decepciona antes de saber porqué lo ha hecho.
Curiosa paseó la mirada por la habitación, encontrándose sola. Entonces se deshizo de las sábanas que la envolvían y se levantó. Al enfrentarse al espejo que había frente a la cama observó con esmero su cuerpo desnudo, acariciándose los muslos, como si eso le diera un nuevo impulso a sus pasos de princesa. Se encaminó gozosa repitiendo en su mente que no había mujer más hermosa que ella.

-¡Amanda!- exclamó Vicente cuando la vio entrar a la cocina. Impresionado por la transparencia de su piel retuvo el aliento unos segundos; momentos en los cuales se detuvo punto a punto en ese cuerpo que le pertenecía. Reparando en las azulosas venas que le recorrían con gracia las muñecas, trastabillando en las delicadas líneas del contorno de sus pechos, mareándose en el huracán de su cintura que desembocaba en el olimpo.
-¿Por qué no me despertaste?- preguntó ella sin dar mayor importancia al rostro embelesado de Vicente. Sabiendo que tenía el perfume del éxtasis impregnado en el cuerpo.
Él se acercó sin mediar explicaciones, sin despegarle los ojos de encima, como un lince caminó hacia ella sigilosamente. Amanda, que se sabía fatal no hizo más que adecuar su silueta a Vicente para que él sintiera cómo se deshacían las uniones nerviosas en su interior, uniéndose luego todas con un solo propósito: quererla. En el preciso instante en que ella había entregado su voluntad al amor, una brisa fría entró desde la ventana abierta contigua a ellos. Vicente la percibió inmediatamente, imposible no hacerlo cuando los sentidos están tan alerta.
-¡Maldita sea! ¿No te das cuenta?
-¿Qué pasa ahora?- inquirió Amanda, asustada por la sobre reacción de Vicente.
-La ventana… te están mirando- explicó él secamente.
Corrió a cerrarla, pero la sutileza con la cual acariciaba a su mujer había desaparecido, quizás huyendo por la misma ventana abierta.
-¡Ve a vestirte!- ordenó enajenado.
Ella aún con su calma de princesa obedeció, no era la primera vez que le gritaba, no era la primera vez que se exaltaba de aquella forma, ni era la primera vez que ella acataba sus mandatos con tal paciencia. Casi desaparecía de la cocina cuando Vicente nuevamente vociferó su nombre y la atrajo a su lado.
-Es la última vez que me haces esto…- pronunció entre dientes, y tomó su pequeña cara con una sola mano, apretando su mandíbula de forma violenta, sin medir la fuerza que ejercía en su blanca piel, terminó por dibujar sus dedos en simétricos moretones en cada una de sus mejillas. Ella no se defendió, apenas le corrió una lágrima que se secó tan pronto como Vicente la soltó.
-¿Qué haremos hoy?- preguntó Amanda antes de marcharse de nuevo a la habitación, tan serena como si nada hubiese ocurrido.
-Elige tú preciosa, podemos ir por las joyas que te prometí o por el jeep que me pediste anoche antes de hacer el amor.
-El jeep- dijo ella revolviendo los ojos, recordando el instante perfecto cuando aquello ocurrió.
-Eso te costará caro cariño.

Al cabo de veinte minutos apareció Amanda vestida de riguroso negro, deslumbrante, sobre unos imposibles tacones aguja y con un cigarro encendido en la mano.
Vicente se entretenía hurgando en su modernísimo celular, pero cuando la vio no pudo evitar abrir los ojos como platos.
-Que sea rápido- dijo Amanda, tomando las llaves de la casa e introduciéndolas en su bolsillo trasero.
No solían hablar mucho cuando un plan ya estaba trazado, pero esta vez, especialmente guardaron silencio, pues era sin duda uno de los robos más grandes que se habían propuesto realizar. El jeep lo había visto Amanda hace cuatro semanas exactas, cuando caminaba por Avenida Pedro de Valdivia a tomar el autobús, un Land Rover color plata del año. El sueño inmaculado de su enfermiza ambición.
Mientras, Vicente repasaba en su memoria cada uno de los pasos que había tramado. Como siempre, Amanda sería el objeto, la carnada y el escudo. Uno de los tantos precios que debía pagar por ser una princesa, o al menos por parecerlo.
-¿Qué tan caro?- preguntó Amanda con la voz destemplada.
-¿De qué estás hablando?
-Dijiste que esto me costaría caro…
-Mientras menos sepas será mejor- respondió muy áspero.

Ya en la puerta de la enorme casa se miraron de reojo, ninguno sabía bien qué hacer, o más bien Amanda no conocía el plan y Vicente no deseaba comunicárselo. Entonces, cada uno por separado actuaría a favor de sus intereses, se distrajeron un minuto y olvidaron qué tan fundamental era la coordinación de sus movimientos. El fracaso ya estaba encaminado.
Ella, diestramente saltó la reja, con tal sigilo que cayó graciosamente sobre los tacones al otro lado del portón. Sacó una orquilla de su cabello y nuevamente con la presteza extraordinaria que le otorgó la costumbre, abrió sin problemas la puerta para que Vicente entrara junto a ella.
-Como siempre- dijo él.
Amanda entendiendo el mensaje al instante supo que debían actuar con delicadeza.
-Como siempre…- repitió Amanda y comenzó a caminar en dirección al jeep, que ya había divisado desde la entrada.
Sin embargo, Vicente no resistió la tentación cuando observó una puerta lateral de la casa abierta. Se dirigió a ella, embobado por los truculentos planes que se enredaban en su mente. Entró haciendo mucho ruido, excitado por el panorama fácil que se le revelaba. La casa absolutamente sola. Una gran sala se extendió delante de él cuando atravesó la cocina y otra vez estupefacto por su descubrimiento hizo gran jolgorio, volteando una mesita pequeña y tirando violentamente los cables del teléfono hasta desconectarlos.
-¡Quédate ahí o te mato!- gritó una voz turbada amenazándolo.
Vicente se paralizó cuando observó que un hombre de unos cincuenta años lo apuntaba decididamente con un revolver, directo a la cabeza.
-¡No te muevas dije!- volvió a repetir, cuando advirtió la intención de escapar de Vicente.
Mientras, afuera Amanda ya había forzado la puerta del jeep y se encontraba sentada con las manos al volante esperando que Vicente saliera por ella.
Vicente se vio sin salida alguna y echó a correr desesperado, el hombre dentro disparó sin reparo alguno, alcanzándole apenas los talones.
Amanda alarmada echó a andar el motor y puso marcha atrás, con tal de salir rápido del lugar pasaría incluso por sobre el portón.
Vicente subió al jeep con premura y tras de él los disparos no cesaban.
-¡Rápido! ¡Vamos, vamos!- instaba a Amanda.
Ella nerviosa miró a su alrededor y atinó a poner reversa con peligrosa rapidez, pero en el momento exacto que lo hizo, una bala entró por la ventana del copiloto. Vicente se cubrió impresionadísimo, con el corazón escapándosele por la boca, miró caer los trozos de vidrio sobre sus pantalones y luego sintió un impacto que venía desde su espalda. Pensó en que había sido alcanzado por el proyectil, pero el impulso que recibió con el golpe lo hizo alertarse aún más y aliviado advirtió que se encontraba sano y salvo, solamente habían chocado contra la reja.
-¡Muévete, podemos derribar el portón! ¡Muévete maldita sea!- ordenó enajenado.
Notó que ya no se movían, no hacían presión sobre la reja y entonces miró a Amanda.
Ella con enormes ojos lo observaba, cada línea en su rostro de pronto pareció exageradamente cerca, como si el horror se le hubiese implantado en el alma, su expresión desesperada se le hizo punzante, doliente, Amanda era una herida abierta en su pecho. Vicente se retorció en el asiento, pegándose a la ventana rota, incrustándosele un par de vidrios en la espalda.
Amanda se desplomó, una bala le había atravesado el cuello.

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