lunes, 30 de mayo de 2011

Yo... a veces me pregunto

Qué haré aquí esperando que hables, mirándote más que a mis libros, buscándote más que a éstas respuestas. A veces me quedo petrificada, esperando que mi mente corra y no corre, porque tú hablas más rápido de lo que mi corazón late, hablas tan confusamente como discursan los políticos y dices tantas cosas que apenas aprehendo los finales y tus finales son dulces, porque siempre reclaman lo que te pertenece u ofrecen regalos de tu lengua: besos inventados y sabores extáticos. A veces me pregunto si no serás otro de esos peces, de los mismos carnívoros peces, que por el alimento guiados saltan, besan y desaparecen. Si no serás del mismo tipo que pinta, que me pinta los caminos y las almohadas, que me abraza tan tierno, mi pintor hermano, dibujador de soles, oidor de llantos, mi intocable hermano. Me pregunto si la historia se repite, y si se repite, dónde acaba y dónde comienza, cómo encontrarte en los anales. Serás acaso la respuesta a estas dudas o estas dudas se plantean porque te conozco. No sé tampoco si te conozco, si eres tú, también me lo pregunto. Si no eres sólo un destello en el vacío oscuro, un flujo de vida conducente, quizás seas solución y punto de partida, quizás seas verdugo y sepulturero. Yo también me pregunto, si la contemplación nos lleva a algo, si debería arrancarte del papel y hacerte carne, hacerte nervios, pulso, saliva y sangre. Erguirte junto a tu literario retrato, no preguntarte a ti, sino que comenzar a hacerte yo misma. Acabar tu voluntad, quedándome sólo con tu deseo irrefrenable, sin opción y con tus ganas de hacer el amor en el pasillo. A veces no comprendo, un día se acabaron los recuerdos inventados, nació la descripción psicoanalítica de mi inconsciente y se esfumaron los dolores, quedándose sentados en un diván de cuero. Hoy sola, renacen las obsesiones y las dudas insalubres, el enfermizo deseo de saberlo todo, a veces yo me pregunto si no será mejor amarte con estas dudas, pues Cernuda muy bien decía que el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.

domingo, 22 de mayo de 2011

Palabras mayores

Un lado y el otro cruzar la calle corriendo para alcanzarte la bocina que me asusta en la mitad las luces rojas amarillas verdes y el paso que se marca corro y me miran te sigo veo tus colores confundirse entre la gente gentes rubias gentes bajas altas me miran ojos mirando corriendo por ti que alcanzo el cielo creo y las nubes pinturitas de Van Gogh me reclaman la estúpidez corro contigo y las nuevas luces rojas me detienen a perderte y la idea de irme apetitosa y triste se hace patente esas cuncunitas verdealbas que me cortan la mirada y te pierdo ya no alcanzo tus colores ya no corro y te pierdo y el blanco y el verde ahora son rojo y la escalera vomita una invitación y corro sobre su lomo y sentada por la ventana gentes me miran y te miro y no estás y no sé dónde buscar si me muevo en un espacio vacío no estoy en ningún lugar mientras movemos las calles que conozco y el estadio y las palmeras que se cruzan pienso siempre cuando grandes las veré crecer y Miami aparecerá en mitad de Ñuñoa cuando crezcan ya no sé dónde estaré y el olor a combustible que me recuerda que te busqué corriendo por las calles perdiendote en un segundo el segundo que nos roban y las casas pasan los edificios pasan las vidas pasan y yo voy a ningún lugar pero pronto los suaves remolinos del cielo avizoran sus gotas la lluvia de hoy miro mis piernas desnudas la falda más arriba de lo acostumbrado el suéter gastado y la falta de ti el frío y ya me bajo por esa escalera inmunda a esa calle y de nuevo una luz que me ordena que me detiene que me avanza y corro violando tu luz y corro recordándote a ti y corro a otra escalerita desproporcionada y me siento mirando otra vez la ventana y los ojos que pesa la noche el cansancio el café leer como loca sin descanso mi cama deshecha ausencia de ti y pesan y pesan y borras los colores se borran ni el verdeamarillento ni el rojoazulino todo es gris y tus colores se esfuman y se vuelve negro mi mirar







martes, 17 de mayo de 2011

Dos años, tus letras siguen vivas... ¡Grandísimo Benedetti!

Miss Amnesia

Mario Benedetti


La muchacha abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que la blusa era crema. No tenía car­tera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y cuarto. Sintió que su lengua estaba pastosa y que las sienes le palpitaban. Miró sus manos y vio que las uñas tenían un esmalte transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza con arboles, una plaza que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos, y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su banco veía comercios, grandes letre­ros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Junto a su pie izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de triángulo. Lo recogió. Fue consciente do una enfermiza curiosidad cuando se enfrentó a aquel rostro que era el suyo. Fue como si lo viera por primera vez. No le trajo ningún recuerdo. Trató de calcular su edad. Tendré dieciséis o diecisiete años, pensó. Curiosamente, re­cordaba los nombres de las cosas (sabía que esto era un banco, eso una columna, aquello una fuente, aquello otro un letrero), pero no podía situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo. Volvió a pensar, esta vez en voz alta: “Sí debo tener dieciséis o diecisiete”, sólo para confirmar que era una frase en español. Se preguntó si además hablaría otro idioma. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimen­taba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Estaba asombrada, claro, pero el asombre no le producía desagrado. Tenía la confusa impre­sión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, corno si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo horrible. Sobre su cabeza el verde de los árboles tenía dos tonos, y el ciclo casi no se veía. Las palo­mas se acercaron a ella, pero en seguida se retiraron, defraudadas. En realidad, no tenía nada para darles. Un mundo de gente pasaba junto al banco, sin pres­tarle atención. Sólo algún muchacho la miraba. Ella estaba dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero aquellos volubles con templadores siempre terminaban por vencer su vacilación y seguían su camino. En­tonces alguien se separó de la corriente. Era un hom­bre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemen­te, con alfiler de corbata y portafolio negro. Ella intuyó que le iba a hablar. ¿Me habrá reconocido? pensó. Y tuvo miedo de que aquel individuo la in­trodujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre sim­plemente vino y preguntó: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le ínspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba con­fianza. “Hace un rato abrí los ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes.” Tuvo la im­presión de que no eran necesarias más palabras. Se dio cuenta de su propia sonrisa cuando vio que el hombre también sonreía. Él le tendió la mano. Dijo: “Mi nombre es Roldán, Félix Roldán”. “Yo no sé mi nombre”, dijo ella, pero estrechó la mano. “No importa. Usted no puede quedarse aquí. Venga con­migo. ¿Quiere?” Claro que quería. Cuando se incor­poró, miró hacia las palomas que otra vez la rodea­ban, y reflexionó: Qué suerte, soy alta. El hombre llamado Roldán la tomó suavemente del codo, y le propuso un rumbo. “Es cerca”, dijo. ¿Qué sería lo cer­ca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista. Nada le era extraño y sin embargo no podía reconocer ningún detalle. Espontáneamente, enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje era sua­ve, de una tela peinada, seguramente costosa. Miró hacia arriba (el hombre era alto) y le sonrió. Él también sonrió, aunque esta vez separó un poco los labios. La muchacha alcanzó a ver un diente de oro. No preguntó por el nombre de la ciudad. Fue él quien le instruyó: “Montevideo”. La palabra cayó en un hondo vacío. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban por una calle angosta, con baldosas levantadas y obras en construcción. Los autobuses pasaban junto al cordón y a veces provocaban salpicaduras de un agua barrosa. Ella pasó la mano por sus piernas para limpiarse unas gotas oscuras. Entonces vio que no tenía medías. Se acordó de la palabra medias. Miró hacia arriba y encontró unos balcones viejos, con ro­pa tendida y un hombre en pijama. Decidió que le gustaba la ciudad.
“Aquí estamos”, dijo el hombre llamado Roldán junto a una puerta de doble hoja. Ella pasó prime­ro. En el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No dijo una palabra, pero la miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada rebosante de confian­za. Cuando él sacó la llave para abrir la puerta del apartamento, la muchacha vio que en la mano de­recha él llevaba una alianza y además otro anillo con una piedra roja. No pudo recordar cómo se llamaban las piedras rojas. En el apartamento no había nadie. Al abrirse la puerta, llegó de adentro una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre llamado Roldán abrió una ventana y la invitó a sentarse en uno de los sillones. Luego trajo copas, hielo, whisky. Ella recordó las palabras hielo y copa. No la palabra whisky. El primer trago de alcohol la bizo toser, pero le cayó bien. La mirada de la mu­chacha recorrió los muebles, las paredes, los cuadros. Decidió que el conjunto no era armónico, pero es­taba en la mejor disposición de ánimo y no se escandalizó. Miró otra vez al hombre y se sintió có­moda, segura. Ojalá nunca recuerde nada hacia atrás, pensó. Entonces el hombre soltó una carcajada que la sobresaltó, “Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y tranquilos, eh, vas a decirme quién sos.” Ella volvió a toser y abrió desmesura­damente los ojos. “Ya le dije, no me acuerdo.” Le pareció que el hombre estaba cambiando vertigino­samente, como si cada vez estuviera menos elegante y más ramplón, como si por debajo del alfiler de corbata o del traje de tela peinada, le empezara a brotar una espesa vulgaridad, una inesperada anti­patía. “¿Miss Amnesia? ¿Verdad?” Y eso ¿qué signi­ficaba? Ella no entendía nada, pero sintió que empe­zaba a tener miedo, casi tanto miedo de este absurdo presente como del hermético pasado. “Che, miss Am­nesia”, estalló el hombre en otra risotada, “¿sabes que sos bastante original? Te juro que es la prime­ra vez que me pasa algo así. ¿Sos nueva ola o qué?” La mano del hombre llamado Roldán se aproxi­mó. Era la mano del mismo brazo fuerte que ella había tomado espontáneamente allá en la plaza. Pero en rigor era otra mano. Velluda, ansiosa, casi cua­drada. Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía hacer nada. La mano llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro botones que dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y saltaron tres de los botones. Uno de ellos rodó largamente hasta que se estrelló contra el zócalo. Mientras duró el ruidito, ambos quedaron inmóviles. La muchacha aprovechó esa breve espera involun­taria para incorporarse de un salto, con el vaso toda­vía en la mano. El hombre llamado Roldán se le fue encima. Ella sintió que el tipo la empujaba hacia un amplio sofá tapizado de verde. Sólo decía: “Mos­quita muerta, mosquita muerta”. Se dio cuenta de que el horrible aliento del tipo se detenía primero en su pescuezo, luego en su oreja, después en sus labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes, trataban de aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más. Entonces notó que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido whisky. Hizo otro esfuerzo sobrehumano, se incorpo­ró a medias, y pegó con el vaso, sin soltarlo, en el rostro de Roldán. Éste se fue hacia atrás, se balan­ceó un poco y finalmente resbaló junto al sofá verde. La muchacha asumió íntegramente su pánico. Saltó sobre el cuerpo del hombre, aflojó al fin el vaso (que cayó sobre una alfombrita, sin romperse), co­rrió hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo y bajó espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle pudo acomodarse el escote, gracias al único botón sobreviviente. Empezó a caminar ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con tristeza y siempre pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto. Reconoció la plaza y reconoció el banco en que había estado sentada. Ahora estaba vacío. Así que se sentó. Una de las palomas pareció examinarla, pero ella no estaba en condiciones de hacer ningún gesto. Sólo tenía una idea obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios míó haz que me olvide también de esta vergüenza. Echó la cabeza. hacia atrás y tuvo la sensación de que se des­mayaba.
Cuando la muchacha abrió los ojos, se sintió apa­bullada por su desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema. No tenía cartera. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sen­tada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centró tenía una fuente vieja, con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde el banco veía comercios, grandes le­treros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La gente pasaba junto al banco. Con niños, con portafolios, con paraguas. Entonces alguien se separó de aquel desfile interminable. Era un hom­bre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemen­te, con portafolio negro, alfiler de corbata y un par­checito blanco sobre el ojo. ¿Será alguien que me conoce? pensó ella, y tuvo miedo de que aquel indi­viduo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hom­bre se acercó y preguntó simplemente: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella ló contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Vio que el hombre le tendía la manó y oyó que decía: “Mi nombre es Roldán. Félix Roldán”. Después de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y espontáneamente enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte.


viernes, 13 de mayo de 2011

Ideas superiores


No te buscaría,
pero en tus ojos
la llama viva
de tu sed me llama.

Ni un tercio eres
del deseo que crees,
pero como víctima
de los míos
puedes disfrazarte.

Voy a usarte todo
como objeto poético,
construirte de versos
abstrusos y abyectos
voy a violar tus derechos
de inocente mozuelo
y vulnerar con saña
tus oraciones nocturnas
abrirte así el cerebro
o implantar en tus entrañas
una urgencia de fuga,
un trabajoso vuelo,
un ritmo insoportable
de mi furia amorosa.

Descarado anzuelo
de peces escurridizos
que como en bocas abiertas
nadan ondulantes
comen de tu lengua
acaban tus respiros
y beben tus años.

Así cuando descanses
del espíritu expulsado
cobro con tu nombre
el cielo que te correspondía
y desecho indolente
tu mirada de vértigo.

Pues el cuerpo ya usado
sólo busca un abrazo
y no tengo más brazos
que estos lánguidos lienzos
que uso, encallada,
al borde de tus caderas
para agarrarme a tu espalda.


Escrito tu cuello,
de mis labios tatuado.
partes –triste hombre-
condolido del ingenuo
saboreando tus memorias
lamentando sentir
este amor apurado.

Recoges del suelo
pedazos indignos,
te han usado cual mártir
y has obrado enmudecido
sometido al suspiro
de esta mujer que te versa.


miércoles, 4 de mayo de 2011

De-cadente




Es claro, tú eliges, seguir cantando un siglo con ella o aullar en la eternidad conmigo. Mirar hacia arriba o hacia abajo, elevarte con un soplido de incienso o inyectarte mi droga y arder en los subterráneos tugurios del infierno. Quizás no es tan claro, pero los suspiros te desgarran cuando estás dentro de mí y apenas te estremeces suavemente cuando ella te tiene, piénsalo. Con las muñecas laceradas te desangras por querer ahorcarme en el delirio orgásmico de nuestras miradas, de tus ojos como aceitunas, de los míos como avellanas. Te asfixias por querer besarme en el clímax del fuego, por tocarme insinuando que no hay otras manos que me hagan lo mismo. Inocente te crees el único entre mis muslos y derramas tus entrañas cual confiado marido. Tú eliges, las calmadas aguas del lago cristalino donde mecido por la cadencia de la brisa te duermes o el turbulento mar enfurecido en que se te destrozan los nervios por el éxtasis inacabable. No hay terceras opciones, ni rumbos intermedios, tomas mi cuerpo y te desvelas enfermizamente toda tu vida para amarme o vas sumiéndote en el tedio de tafetanes celestes y cuellos almidonados. Te ofrezco la muerte, exijo tu alma, sin medidas entrego y callado obedeces, te dejas volar por el torbellino, arrasar por las mareas y golpear por los relámpagos, pero sacias tu sed como romano en día de fiesta, abres tus venas y cambias la sangre por alcohol, recibes un aliento gélido que conserva tu cuerpo intacto, dispuesto como amante, que te devuelve a tu estado primigenio, olvidando tus grandilocuentes palabras y tus modales de señorito, explotando como florecer de amapola esos instintos olvidados, esas necesidades disfrazadas, esa violencia acostumbrada.
¡Claro! Diáfano y transparente, cándido, ingenuo, inocente y angélico. Si está claro puedes entrar al templo, pero ¡Terrible! Sórdido y confuso, maldito, pérfido y miserable, si no decides ahora, entras al averno sin voluntad condenado a mi cuerpo.