Se llama culpa, te la presento. La estoy sintiendo ahora escurrirme el cuerpo, conminándome a vomitar y a odiar el aire que me mantiene viva. Se llama culpa, no se acaba con el perdón ni con el silencio, la estoy sintiendo erizarme la piel. Persigue, tortura, asesina y la agonía es tan lenta que te hace inconsciente, con ella abrazada voy caminando al rincón oscuro. El espejo infinito refleja un rostro culposo, un cuerpo culposo y manchado, que no recuerda dónde perdió la voluntad, el espejo me grita y no sólo ahorca mi cuello hasta dejarme muda, porque no hay palabras de satisfacción cuando se es responsable. Se desdibujaron las sonrisas de ayer, la invasión de la culpa llegó hasta la médula de mi alma, la invasión del odio, mi odio expansivo. Está carcomiéndome el odio, el supremo y divino odio, grande, magnífico, ingente y doloroso odio. Por el pasado, por los “pudo ser” y por todo lo que se ha perdido de mí en este camino no trazado y cuesta arriba. Las sonrisas se quedaron afuera del espejo, la infinitud me ha tragado, me caigo en estas mismas letras cuando ya ni siquiera siento amor por ellas y pienso que son inútiles.
martes, 27 de septiembre de 2011
domingo, 25 de septiembre de 2011
Ir al final
domingo, 11 de septiembre de 2011
miércoles, 24 de agosto de 2011
Consumes el último cigarro en completa oscuridad, para pesar de tu espíritu romántico no hay luna y como se te ha ocurrido escapar del terrible bullicio de Santiago te encuentras encaramado a una roca mirando de cerca la cordillera, vas quemando el vicio sin notarlo, no sabes que es el último y que te hará falta para recuperar la cordura luego de verme. Respiras enojado, ni la cascada a tus espaldas apaga tu ira, ni el frío que te entumece la cara, tampoco la altura que marea.
jueves, 18 de agosto de 2011
Ajeno mío
Tengo recuerdos que no son míos
y duelen más que los propios,
recuerdos de la sangre negra e hirviente
saliendo a borbotones de mil cabezas,
de los sonidos de mil fusiles injustos e
ignorantes vomitando duelos.
Recuerdos que florecen
como imposibles girasoles tristes.
Y tengo nostalgia de ese dolor,
pues pertenezco a días más lluviosos.
Tengo incrustados los rencores,
la sed de libertad
y el vicio de la lucha.
Me quedé con las espinas de otro
cruzadas en el pecho,
con las terribles ganas
de gritar blasfemias inéditas
contra un opresor empoderado
que no conozco.
viernes, 5 de agosto de 2011
Mejor no leas esto
Siempre suena bonito
Tener amigos terminó siendo un deber después que se acabaron los días de juego, días que no estoy muy segura si existieron de verdad, porque bien poco me acuerdo de lo que se sentía ser niña, no sé si porque crecí entre adultos bastante sola o porque tuve que entender muchas cosas incluso antes de aprender a escribir mi nombre. Supe de engaños y traiciones, sin siquiera poder deletrear tan pérfida palabra. Terminó siendo un deber cuando noté que ya no me seguían al patio de juegos, cuando las niñas ya no querían ser mis amigas, cuando los niños me miraron con otros ojos. Y sin quererlo me convertí en molestia, en rival, en enemiga, cuando apenas había vivido una década y poco sabía de malas intenciones. Entonces conocí las palabras, esas que matan y hacen libre, supe que las ideas se hacen reales en el papel y en el papel se hacen las ideas irreales, escribí pensando en El dragón color frambuesa y sonreí en aquellos escondidos mundos ideales. Pero nadie me explicó que la palabra también hiere y mella el espíritu cuando es enfrentada a rostros sin coraje, que se desmoronan con la pasión de un verso y le prenden fuego a las hojas entintadas. Nadie me dijo que me harían daño por creerme libre, por caminar en la ficción del cuento, nadie me dijo que me harían pasar por loca, que las enemigas odian en serio, que los días de niña habían acabado, era la hora de caminar a otra parte, de cambiar el rumbo del vuelo. Así terminé más abajo del suelo, perdí la noción de mí misma, perdí la voluntad, perdí una vida… su vida.
El choque contra el piso me abrió los ojos a otros mundos, vi por primera vez a mi país de frente, toqué con mis propios dedos el extremo más alejado de mi vida tan cómoda, oí por primera vez las palabras que hacen trizas a un alma insegura.
¿Dónde están? Me preguntaba desde el piso, no supe dónde se fueron los aliados y los amores, pues creí que de alguna forma lo conocía. Y cuando fracasé en mi búsqueda entendí que eso que llamaban soledad no era mentira, había perdido a los amigos y ya ni mi madre me hablaba, pasaba sólo llorando en los rincones. Nadie tampoco me había dicho que las palabras llevan a errores, yo había caído…
Terminó así siendo un deber, desde la soledad y el silencio, la compañía es un deber, porque no estuve nunca acostumbrada a resignarme. Entonces me paré mirando el cielo, había perdido tanto. Fui otra y aunque más callada que de costumbre recomencé, no sé si es el tiempo, pero los recuerdos bonitos se ven difusos y las heridas siguen marcadas a fuego. No sólo porque esas llagas decidieron quién sería hoy, sino porque con el paso de los años se hicieron profundas, después de caer las mentiras dolieron el doble, las traiciones lastimaron el triple y en el fondo de esa cara estoica y fuerte, se acumularon los miedos.
El deber se hizo costumbre y la costumbre un privilegio, porque terminé eligiendo a uno. Uno que a veces no cree, que a veces lastima y también llora, uno como un espejo que está tan solo como yo y tan acompañado cuando es conmigo, yo no sé si habrá caído tan fuerte, pero sé que le afloran los dolores cuando hace frío, sé que se parece tanto a esta historia que es casi la misma, nadamos en la misma agua turbia y flotar nos cuesta. Pero estamos, aunque ahogados a veces, seguimos estando. Y no es deber porque no cuesta, pero poco entiendo de qué será entonces, le dedico escasas palabras y no le gustan ni le hieren, me encanta esa indiferencia, porque nunca le he pedido que lo entienda, no lo entiendo ni yo misma. No sé si lo elegí o habrá llegado casualmente, pero estoy segura que no es un deber, nadie me ha explicado tampoco cómo se le llama a esto. Quizás deba dejar de escudarme en las palabras e intentar ponerle un nombre a todo, quizás sea la hora de borrar algunos episodios, quizás sea muy tarde porque ya están escritos.
viernes, 22 de julio de 2011
Debut y despedida
-Puede besarla… ¡Qué Dios lo ampare!
martes, 5 de julio de 2011
La verdad nos hace libres
Los años te forjaron en el miedo y con dieciocho años llevabas otra mochila esta vez, pues entendiste que esos lienzos rojos se llevaban al frente de una marcha interminable por tu libertad, que las presidía tu padre, que las estatuas grises cuidaban tu casa del asedio militar, que el toque de queda apagaba las luces tan temprano y si no pasaste hambre fue a costa de peligros y amenazas, ese hombre que se deshizo de amor por su familia hizo brotar lechugas del cemento y no apagó su voz cuando salió a protestar sin saber si volvería a verte. Maduraste en el miedo y el general con sus ejércitos hizo trizas la libertad de alma que tu padre te quiso heredar, no sabías que las peores enfermedades suelen saltarse una generación y la incurable herida hizo llaga en tu hija, en su corazón que llora cada vez que oye el discurso del libertador muerto y su voz que sangra cada vez que no le permites pensar.
Deja el miedo, no le cuentes a nadie que tu padre sigue durmiendo con un fusil bajo la cama, pero grítate a ti misma que te hizo libre.
Mamá, deja el miedo.
martes, 28 de junio de 2011
DEFECTUOSA
Y suceden de nuevo, no te preguntes por las coincidencias: si hay alguien allá afuera (o allá arriba en su defecto). Pasa y no sabes cómo, no se explica ni se deduce, sólo pasa. Hoy tengo dudas, pero hubo un tiempo en que me adscribí a su discurso fácil, cuando decía bien convencido que las coincidencias no existen, que no era el azar el que hacía que nos quedáramos encerrados en el ascensor tan tarde, cuando en el edificio ya no quedaba nadie, que no existían los porquesí y podía verme en su futuro después de mirarme a los ojos tantas veces. Sucede de nuevo, porque dejas escrito que pasó un día, porque escribes lo que quieres que pase, pones tu alma en papeles y los que se pierden, probablemente lleguen a su destino: tu vida. Escribo de mi vida, porque aunque me cambie la voz, el sexo, los gustos y la ropa, sigo siendo la misma, suceden de nuevo… No porque lo busques, sino porque has sido hecho para una cosa: para el llanto o el éxito, sin embargo, nadie advierte que cualquiera sea ese destino siempre terminas llorando. Las coincidencias y la sed, así se encajan las piezas. Sed, nombres, alguien y él, más sed.
Y suceden de nuevo, no puedes enhebrar una aguja, menos puedes hilvanarte el corazón, las coincidencias y son las 22:22, recordé esos versos extraños que no entendí y de cómo invocar a no sé quién… Lumbre de alumbre.
Se acabó, volviste.
lunes, 30 de mayo de 2011
Yo... a veces me pregunto
domingo, 22 de mayo de 2011
Palabras mayores
martes, 17 de mayo de 2011
Dos años, tus letras siguen vivas... ¡Grandísimo Benedetti!
La muchacha abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que la blusa era crema. No tenía cartera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y cuarto. Sintió que su lengua estaba pastosa y que las sienes le palpitaban. Miró sus manos y vio que las uñas tenían un esmalte transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza con arboles, una plaza que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos, y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Junto a su pie izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de triángulo. Lo recogió. Fue consciente do una enfermiza curiosidad cuando se enfrentó a aquel rostro que era el suyo. Fue como si lo viera por primera vez. No le trajo ningún recuerdo. Trató de calcular su edad. Tendré dieciséis o diecisiete años, pensó. Curiosamente, recordaba los nombres de las cosas (sabía que esto era un banco, eso una columna, aquello una fuente, aquello otro un letrero), pero no podía situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo. Volvió a pensar, esta vez en voz alta: “Sí debo tener dieciséis o diecisiete”, sólo para confirmar que era una frase en español. Se preguntó si además hablaría otro idioma. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Estaba asombrada, claro, pero el asombre no le producía desagrado. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, corno si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo horrible. Sobre su cabeza el verde de los árboles tenía dos tonos, y el ciclo casi no se veía. Las palomas se acercaron a ella, pero en seguida se retiraron, defraudadas. En realidad, no tenía nada para darles. Un mundo de gente pasaba junto al banco, sin prestarle atención. Sólo algún muchacho la miraba. Ella estaba dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero aquellos volubles con templadores siempre terminaban por vencer su vacilación y seguían su camino. Entonces alguien se separó de la corriente. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemente, con alfiler de corbata y portafolio negro. Ella intuyó que le iba a hablar. ¿Me habrá reconocido? pensó. Y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre simplemente vino y preguntó: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le ínspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. “Hace un rato abrí los ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes.” Tuvo la impresión de que no eran necesarias más palabras. Se dio cuenta de su propia sonrisa cuando vio que el hombre también sonreía. Él le tendió la mano. Dijo: “Mi nombre es Roldán, Félix Roldán”. “Yo no sé mi nombre”, dijo ella, pero estrechó la mano. “No importa. Usted no puede quedarse aquí. Venga conmigo. ¿Quiere?” Claro que quería. Cuando se incorporó, miró hacia las palomas que otra vez la rodeaban, y reflexionó: Qué suerte, soy alta. El hombre llamado Roldán la tomó suavemente del codo, y le propuso un rumbo. “Es cerca”, dijo. ¿Qué sería lo cerca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista. Nada le era extraño y sin embargo no podía reconocer ningún detalle. Espontáneamente, enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje era suave, de una tela peinada, seguramente costosa. Miró hacia arriba (el hombre era alto) y le sonrió. Él también sonrió, aunque esta vez separó un poco los labios. La muchacha alcanzó a ver un diente de oro. No preguntó por el nombre de la ciudad. Fue él quien le instruyó: “Montevideo”. La palabra cayó en un hondo vacío. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban por una calle angosta, con baldosas levantadas y obras en construcción. Los autobuses pasaban junto al cordón y a veces provocaban salpicaduras de un agua barrosa. Ella pasó la mano por sus piernas para limpiarse unas gotas oscuras. Entonces vio que no tenía medías. Se acordó de la palabra medias. Miró hacia arriba y encontró unos balcones viejos, con ropa tendida y un hombre en pijama. Decidió que le gustaba la ciudad.
“Aquí estamos”, dijo el hombre llamado Roldán junto a una puerta de doble hoja. Ella pasó primero. En el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No dijo una palabra, pero la miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada rebosante de confianza. Cuando él sacó la llave para abrir la puerta del apartamento, la muchacha vio que en la mano derecha él llevaba una alianza y además otro anillo con una piedra roja. No pudo recordar cómo se llamaban las piedras rojas. En el apartamento no había nadie. Al abrirse la puerta, llegó de adentro una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre llamado Roldán abrió una ventana y la invitó a sentarse en uno de los sillones. Luego trajo copas, hielo, whisky. Ella recordó las palabras hielo y copa. No la palabra whisky. El primer trago de alcohol la bizo toser, pero le cayó bien. La mirada de la muchacha recorrió los muebles, las paredes, los cuadros. Decidió que el conjunto no era armónico, pero estaba en la mejor disposición de ánimo y no se escandalizó. Miró otra vez al hombre y se sintió cómoda, segura. Ojalá nunca recuerde nada hacia atrás, pensó. Entonces el hombre soltó una carcajada que la sobresaltó, “Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y tranquilos, eh, vas a decirme quién sos.” Ella volvió a toser y abrió desmesuradamente los ojos. “Ya le dije, no me acuerdo.” Le pareció que el hombre estaba cambiando vertiginosamente, como si cada vez estuviera menos elegante y más ramplón, como si por debajo del alfiler de corbata o del traje de tela peinada, le empezara a brotar una espesa vulgaridad, una inesperada antipatía. “¿Miss Amnesia? ¿Verdad?” Y eso ¿qué significaba? Ella no entendía nada, pero sintió que empezaba a tener miedo, casi tanto miedo de este absurdo presente como del hermético pasado. “Che, miss Amnesia”, estalló el hombre en otra risotada, “¿sabes que sos bastante original? Te juro que es la primera vez que me pasa algo así. ¿Sos nueva ola o qué?” La mano del hombre llamado Roldán se aproximó. Era la mano del mismo brazo fuerte que ella había tomado espontáneamente allá en la plaza. Pero en rigor era otra mano. Velluda, ansiosa, casi cuadrada. Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía hacer nada. La mano llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro botones que dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y saltaron tres de los botones. Uno de ellos rodó largamente hasta que se estrelló contra el zócalo. Mientras duró el ruidito, ambos quedaron inmóviles. La muchacha aprovechó esa breve espera involuntaria para incorporarse de un salto, con el vaso todavía en la mano. El hombre llamado Roldán se le fue encima. Ella sintió que el tipo la empujaba hacia un amplio sofá tapizado de verde. Sólo decía: “Mosquita muerta, mosquita muerta”. Se dio cuenta de que el horrible aliento del tipo se detenía primero en su pescuezo, luego en su oreja, después en sus labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes, trataban de aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más. Entonces notó que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido whisky. Hizo otro esfuerzo sobrehumano, se incorporó a medias, y pegó con el vaso, sin soltarlo, en el rostro de Roldán. Éste se fue hacia atrás, se balanceó un poco y finalmente resbaló junto al sofá verde. La muchacha asumió íntegramente su pánico. Saltó sobre el cuerpo del hombre, aflojó al fin el vaso (que cayó sobre una alfombrita, sin romperse), corrió hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo y bajó espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle pudo acomodarse el escote, gracias al único botón sobreviviente. Empezó a caminar ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con tristeza y siempre pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto. Reconoció la plaza y reconoció el banco en que había estado sentada. Ahora estaba vacío. Así que se sentó. Una de las palomas pareció examinarla, pero ella no estaba en condiciones de hacer ningún gesto. Sólo tenía una idea obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios míó haz que me olvide también de esta vergüenza. Echó la cabeza. hacia atrás y tuvo la sensación de que se desmayaba.
Cuando la muchacha abrió los ojos, se sintió apabullada por su desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema. No tenía cartera. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sentada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centró tenía una fuente vieja, con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde el banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La gente pasaba junto al banco. Con niños, con portafolios, con paraguas. Entonces alguien se separó de aquel desfile interminable. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemente, con portafolio negro, alfiler de corbata y un parchecito blanco sobre el ojo. ¿Será alguien que me conoce? pensó ella, y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre se acercó y preguntó simplemente: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella ló contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Vio que el hombre le tendía la manó y oyó que decía: “Mi nombre es Roldán. Félix Roldán”. Después de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y espontáneamente enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte.
viernes, 13 de mayo de 2011
Ideas superiores
pero en tus ojos
la llama viva
de tu sed me llama.
Ni un tercio eres
del deseo que crees,
pero como víctima
de los míos
puedes disfrazarte.
Voy a usarte todo
como objeto poético,
construirte de versos
abstrusos y abyectos
voy a violar tus derechos
de inocente mozuelo
y vulnerar con saña
tus oraciones nocturnas
abrirte así el cerebro
o implantar en tus entrañas
una urgencia de fuga,
un trabajoso vuelo,
un ritmo insoportable
de mi furia amorosa.
Descarado anzuelo
de peces escurridizos
que como en bocas abiertas
nadan ondulantes
comen de tu lengua
acaban tus respiros
y beben tus años.
Así cuando descanses
del espíritu expulsado
cobro con tu nombre
el cielo que te correspondía
y desecho indolente
tu mirada de vértigo.
Pues el cuerpo ya usado
sólo busca un abrazo
y no tengo más brazos
que estos lánguidos lienzos
que uso, encallada,
al borde de tus caderas
para agarrarme a tu espalda.
Escrito tu cuello,
de mis labios tatuado.
partes –triste hombre-
condolido del ingenuo
saboreando tus memorias
lamentando sentir
este amor apurado.
Recoges del suelo
pedazos indignos,
te han usado cual mártir
y has obrado enmudecido
sometido al suspiro
de esta mujer que te versa.
miércoles, 4 de mayo de 2011
De-cadente
¡Claro! Diáfano y transparente, cándido, ingenuo, inocente y angélico. Si está claro puedes entrar al templo, pero ¡Terrible! Sórdido y confuso, maldito, pérfido y miserable, si no decides ahora, entras al averno sin voluntad condenado a mi cuerpo.
viernes, 7 de enero de 2011
Principio
un corazón que me ha marcado.
Cuando hablamos no estás
y sigo llevando mi mente al extremo,
pensando en las letras
que escribo en tu nombre,
mientras miras la televisión
y sus inermes personajes,
yo te beso
y el aroma de tu cuello
me dice que hablamos,
pero andamos como idiotas
amándonos por los rincones
y me poso sobre ti,
sobre el verdadero ser que eres,
como me amas
como te quiero
como nos movemos
y me poso sobre ti,
amando el suave jadeo,
tocando tu alma furiosa,
una sonrisa en el cielo
y el llamado de un latido.
Segura de que te tengo
Segura de que me tienes
sin dudas
sin dudas
sin dudas
de tus suspiros en mi boca
de mi inspiración tan prolongada
de cómo toco las nubes
y su agua se derrite
en mis muslos apretados
contra el tibio sol,
contra ti mi amor.