jueves, 13 de mayo de 2010

Las luciérnagas se apagan


Salí de mi casa desorientada; apenas desperté me levanté de la cama sin pensar y un vahído terminó por botarme al piso, sin embargo, ese mismo mareo sirvió para impulsarme hacia la calle, cuando se cruzó por mi mente la idea de emborracharme aquella noche. Tomé un elástico y amarré mi cabello en una cola, puse algo de dinero en mi bolsillo y salí atropelladamente, sin asegurar la puerta y sin apagar las luces. Quizás pensé que volvería pronto, arrepentida de mis decisiones, como solía ocurrirme. Pero continué, la misma idea insistía en mi cabeza, esa noche me borraría del mundo, o al menos unas horas.
Caminé en dirección al bar donde solíamos ir con mis amigos, pero esta vez, recorrer sola ese espacio me hizo diminuta y plañidera, sentí compasión por mis pasos, que cada vez más rápidos se desesperaban por lo largo que resultaba el trecho. Nunca había ido a ese lugar caminando, lo hice siempre en auto, haciéndoseme menuda la distancia, insustancial. Ahora, que además comenzaban a aclararse mis pensamientos, el camino se hizo insufrible, extenso y desolador.
Transcurridos veinte minutos llegué con el corazón escapándoseme por la garganta y la mente tan despejada, que se había hecho un sitio ya para recomenzar con los recuerdos. No, no, no, no… me repetí varias veces, pero él ya había llegado a inquietarme. Entré por la estrecha puerta de vidrio, me llevó unos segundos acostumbrar mis ojos a la oscuridad del lugar, respiré profundamente inundando mis pulmones del pesado olor a cigarrillo, cerré los ojos di otro paso y tosí con fuerza. Un chico en el fondo del lugar desvió su mirada hacia mí, pero no sostuve sus ojos y me adentré aún más, sentada en la barra pedí un trago.
-Tu cosmopolitan- dijo el barman acercándome el trago y cuando se alejó hizo un pequeño guiño.
Me entretuve mirando el limón agarrado a la copa, sin voluntad de hacerlo, asido únicamente por la inocente apariencia que le otorgaba al alcohol que ardía rojo como sangre a través del cristal.
-¿Sólo querías mirarlo?- preguntó el mismo barman cuando daba una vuelta por el mesón y se encontró con mi ensimismamiento casi gracioso en torno a la copa.
No respondí, pero él rompiendo el espacio entre ambos acarició mi rostro suavemente. Escapé de su mano, la reacción de rechazo a su fría piel me hizo retroceder.
-Lo siento- dijo asustado por haberme causado aquella reacción.
-No, está bien. No fue nada.
Entonces se alejó con una mueca extraña en el rostro y lo seguí con la mirada hasta perderlo entre la gente que entre momentos caminaba de un lugar a otro sin más rumbo que la mesa siguiente, la barra o el baño. Volteé a ver mi trago y esta vez sin mirarlo, lo bebí apasionadamente hasta la última gota.

Había pedido el cuarto cosmopolitan cuando me di cuenta que hace media hora no decía ni una sola palabra, apenas me comuniqué por gestos con el barman una y otra vez, tenía la mente en blanco, el cuerpo lánguido y la lengua dormida. De pronto involuntariamente reí, asegurándome que aún tenía voz y me felicité por aquella proeza.
-Otra copa para la damita risueña- dijo el barman que ya se me hacía simpático y tan familiar que quise abrazarlo.
Tomé la copa y me moví en el taburete que estaba sentada hace ya bastante tiempo, busqué entre los rostros un momento y encontré tres pares de ojos tan dulces que me atrajeron.
Unos azules profundos con forma de almendra, otros marrón pequeños e indagadores y por último, a los cuales amarré mi mirada con fuerza, unos ojos oscuros, apacibles y absorbentes.
Desfachatadamente me senté entre los chicos que al momento se miraron entre sí haciendo un gesto evidente de aprobación.
-Hola- dijo el de los ojos azules, esperando probablemente mi presentación, mi excusa, una mentira, una disculpa o lo que fuera que justificara mi compañía inesperada.
-Marguerite- respondí pronunciando con ese tono tan prosaico que me gustaba usar para decir mi nombre, pero al mismo tiempo con la dicción francesa tan pulcra que me caracterizaba en aquel acto de presentarme. Nunca pasaba inadvertida.
No había dejado de mirar al enigmático y suave hombre de los ojos oscuros y vi que abrió la boca desmesuradamente cuando escuchó mi voz.
-Te conozco- dijo él.
Tomé mi trago, lo bebí hasta el fondo y volví a mirarlo. Nuevamente había abierto la boca sorprendido.
-Ya quisiera decir lo mismo- respondí.
-Marguerite, la que paseaba ondeando ese cabello ensortijado por el patio del colegio, marcando el paso como si volara, mirándote directo a los ojos cuando se posaba bajo el sol, pues sabía que su piel de seda brillaba como luciérnaga excitada. Marguerite, la que escribía versos con un pincel en los espejos del baño, a la cual conocí el último día de la secundaria y como si fuera mi mejor amiga me abrazó, besó e hizo aprenderme estas palabras para cuando nos encontráramos otra vez.
Un choque eléctrico fulminante me atacó el pensamiento y recordé cada palabra, lamenté no haber visto sus ojos antes, lamenté haber perdido ese espíritu de libertad que tenía cuando era una muchacha, lamenté estar borracha y lamenté el porqué de mi deseo de desaparecer, lamenté que fuera el amor.
-…Marguerite, la que se escapa como las mariposas, la que en su aroma lleva el rocío de la aurora, a quien no olvidarás hasta que te enamores- repetimos ambos al unísono, prendiéndonos de lo sublime que sonaba la oración, como si no habláramos de mí, como si aquel ser etéreo que describíamos estuviese lejos.
Sentí las miradas punzantes de los otros chicos y sacudí mi cabeza para volver al lugar indicado, pero sólo empeoré las cosas, pues el alcohol ya se había mezclado con mi sangre y había anulado buena parte de mis sentidos, el mareo no cesó.
-Tomás, quizás eso no lo recordabas, ese es mi nombre- explicó él.
-Ojala fuera así de…- esbocé, pero no terminé la frase, ni siquiera supe qué quería decir.
-¿Estás bien?- inquirió Tomás.
-No lo creo.
Se puso de pie y me tomó la mano levantándome también del sofá.
-Te llevaré al baño- dijo con tono preocupado.
-Pero… ¿Quién es ella? ¿No piensas decirnos nada? ¿Para dónde te la llevas?- preguntaron alternadamente ambos chicos.
Él no contestó y aferrada a su mano lo seguí obedientemente.
Caminados varios metros me detuve.
-Espera.
-¿Te sientes mal?- preguntó.
-No me has olvidado entonces- afirmé sosteniendo nuevamente su mirada.
-Imposible, aunque has cambiado mucho.
-Bien, sigamos- ordené y estiré la mano para que volviera a sujetarme. Continuamos caminando, hasta topar con el pasillo que llevaba a los baños.
-Creo que aquí debo dejarte ¿Puedes sola?
-Tomás… sácame de aquí, por favor- rogué cuando me di cuenta que todo se movía a mi alrededor y no me sentía tan mal físicamente como se me estaba empezando a quebrar el alma con la lucidez de mis penas.
-¿Qué pasa?
Estaba a punto de estallar en lágrimas cuando me abracé a su cuello, estuve a centímetros de besarlo y le sonreí atrapándolo.
-Bien, ya sé para donde va todo esto ¡Vámonos!- dijo con la voz entusiasmada.

El camino en auto a un lugar que no conocía me relajó aún más los músculos de las piernas y cuando llegamos apenas pude pararme, por lo que él me ayudo buena parte del trayecto hacia dentro de la casa. Entramos y se sonrió de tal forma que me transmitió la misma atracción que sus ojos. Reí con él.
-Bienvenida luciérnaga- susurró y me tomó en sus brazos violentamente.
-¡Qué haces!- reclamé contagiada de una risa sugestiva.
Me llevó a una habitación enorme, con cortinas azules y una cama en el centro con un cobertor también azul, tuve la sensación de estar bajo el mar.
-Tomás…
-¡Oh! Preciosa, dilo nuevamente.
-¿Qué cosa?
-Sólo dilo- pidió infantilmente.
-¿Tomás?
-Sí, eso- aprobó sonriendo.
-Estás loco- dije revolviendo los ojos y riendo estrepitosamente.
-Y tú borracha.
-Tomás… Tomás… Tomás…
Nos besamos como niños, nos tocamos como adolescente febriles y nos desnudamos como adultos expertos.
Habíamos llegado a ese momento mágico en que no recuerdas, ni piensas, no procesas las palabras ni entiendes bien lo que estás diciendo, habíamos enredado nuestros cuerpos como serpientes y teníamos los pensamientos tan a flor de piel que el trabajo de nuestras neuronas no era guardarlos, sino decirlos.
-Tomás…
-No te había olvidado, lo ves. No olvidarás a Marguerite hasta que te enamores- dijo reproduciendo mi voz.
-Marguerite se ha olvidado ya a sí misma- respondí.
-Tomás la quiere, la ha esperado tantos años, Tomás no ha olvidado a su Marguerite escurridiza porque es de ella de quien quiere enamorarse.
-Amor…- susurré tejiendo un pensamiento.
-No te vayas nunca Marguerite.
-Amor…- repetí sin encajar aún la corriente de mi reflexión.
-¿Eso quieres ahora?
-Amor… por eso estoy aquí- terminé diciendo de sopetón.
-¡También lo quieres! Es demasiado, mi Marguerite perfecta, mía, mía, eres mía luciérnaga…
-¡No es tu amor! Estoy por eso aquí, por eso entré en el bar, me emborraché y busqué tus ojos, por el amor que está matándome, no es Tomás el nombre que repito en mi mente- vociferé desesperándome, moviéndome escandalosamente bajo su cuerpo.
-¡Detente!
-Es Álvaro, por él estoy aquí intentando extinguirme, por amor, un amor que no es tuyo- comencé a llorar sin dejar de moverme.
Intentaba ceñirme a Tomás para llorar con él, pero al mismo tiempo inconscientemente mi cuerpo se zafaba del suyo, entonces en el forcejeo inútil él terminó por desvanecerse sobre mí, agotando el amor por la horrible Marguerite. Sentí el peso de su cuerpo y luego la misma desolación mía.
-¡Oh no! Esto está mal, está muy mal. Perdóname no podía evitarlo, te pedí que te detuvieras, sabía que pasaría esto, lo sabía…- dijo en su último suspiro.
Ambos nos relajamos.
-Ojala fuera así de…
-Ya habías dicho eso antes ¿Por qué no terminas ahora?
-Ojala fuera así de fácil- concluí.
-…así de fácil desvanecerse de la vida- dijo él y una de sus lágrimas cayó en mi pecho.

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